No es la primera vez que hablo de esto, ni soy la única que lo hago. Y no será la última, mucho me temo, si las cosas siguen por los mismos derroteros. Pero con quiera que el mundo es de quienes persisten, aquí estoy de nuevo. Insistiendo y persistiendo. Y alimentando algo más que la esperanza de que algún día nos hagan caso.
Próximamente habrán de cubrirse tres vacantes en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, un territorio vedado donde, hasta el momento solo hay una mujer, que alcanzó este puesto hace cuatro años. Una jurisdicción, por cierto, donde se dirimen todas las cuestiones que llegan hasta el Tribunal Supremo en materia penal, lo que significa que son quienes en última instancia deciden sobre los recursos relativos a delitos contra la libertad sexual, entre otras muchas materias. Así que, las decisiones que ponen fin a la vía judicial en delitos donde una apabullante mayoría de víctimas son mujeres son tomadas por una apabullante mayoría de hombres. Tal como suena. Y no dudo yo de los méritos de quienes ostentan tan alto cargo, pero ya sería hora de que se diera entrada a una representación más proporcionada de la otra mitad de la población, las mujeres. Porque haberlas, haylas.
Es curioso, por no decir otra cosa, que en una carrera donde existe una abrumadora mayoría femenina de profesionales –nada menos que un 64 por ciento- la pirámide se invierta de un modo tan radical a la hora de ir ascendiendo puestos, llegando a un raquítico 15 por ciento en la cúspide. Números cantan. Y siguen cantando si tenemos en cuenta que solo hay una presidenta de Tribunal Superior de Justicia de los dieciocho que hay. Suma y sigue. No hay más que echar un vistazo a la foto de la apertura del año judicial para darnos cuenta de que, cuanto más se sube en el escalafón, más invisibles nos volvemos.
Es curioso, por no decir otra cosa, que en una carrera donde existe una abrumadora mayoría femenina de profesionales –nada menos que un 64 por ciento- la pirámide se invierta de un modo tan radical a la hora de ir ascendiendo puestos, llegando a un raquítico 15 por ciento en la cúspide.
Ni siquiera el Tribunal Constitucional quiso aprovechar la oportunidad de corregir su infrarepresentatividad femenina en la última ocasión que tuvo. Pese a la existencia de varias candidatas mujeres sobradamente preparadas –además de quien suscribe estas líneas-, prefirieron continuar con su linea de mayoría masculina y solo nombraron a una de entre los cuatro puestos a cubrir, quedando en un escuálido dos a diez. Una actitud que llama la atención en un órgano que tiene por misión garantizar los derechos de la ciudadanía consagrados en la Constitución, la igualdad entre ellos. Como dice el refrán, en casa del herrero, cuchara de palo.
si bien es cierto que podemos presumir de ya haber tenido una mujer al frente de nuestra carrera, no lo es menos que ha sido la única hasta el momento y que no siquiera cubrió un mandato entero.
Y no andamos más finos en la carrera fiscal. Aunque nuestro porcentaje de mujeres al frente de jefaturas de fiscalías es algo mayor que en las juezas, no cabe llevarse a engaño. Siendo como somos una carrera donde más del 60 por ciento somos mujeres, el 68 por ciento de los puestos directivos están copados por hombres. Es decir, más de lo mismo. Por más que haya muchas fiscales más que sobradamente preparadas. Y, si bien es cierto que podemos presumir de ya haber tenido una mujer al frente de nuestra carrera, no lo es menos que ha sido la única hasta el momento y que no siquiera cubrió un mandato entero. Así que tampoco es razón para echar las campanas al vuelo. Ni mucho menos.
Llegadas a este punto, no podemos obviar el tema de las cuotas. Una cuestión ampliamente discutida y debatida y que creo que no debe hacer llevarse las manos a la cabeza a nadie. Si echamos un vistazo al pasado, veremos que esto de las cuotas no es nada nuevo. Hasta diciembre de 1966, por ley, y hasta principios de los 70, de facto, se aplicó una política de cuotas de la manera más estricta posible. El 100 por 100 de las personas que integraban las carreras judicial y fiscal tenían que ser hombres. Una cuota legal, establecida por una ley que prohibía a las mujeres el acceso. Pero parece ser que a eso nadie lo considera cuota.
no se trata, como piensan algunos, de nombrar a mujeres por el hecho de serlo, sino más bien al contrario. Que ser mujer no sea un obstáculo para nombrar a quienes lo merecen
Ha llovido mucho desde entonces. Tanto, que ya no vale la excusa esgrimida durante largo tiempo de que no habían pasado los años suficientes para que hubiera mujeres preparadas. Ahora ya no vale. Por más que, en algún momento, alguien debiera haberse planteado como corregir esa disfunción que nos hacía partir en desventaja una vez proclamada la Constitución. Pero no miremos al pasado. Hagámoslo a un futuro donde, por fin, podamos estar tan representadas como merecemos.
No terminaré estas reflexiones sin hacer alusión a la abogacía. Porque, aunque ellas llegaron antes –la primera mujer colegiada como abogada fue la valenciana Ascensión Chirivella, en 1922-, tampoco ahí atan los perros con longanizas. Es cierto que es una mujer quien preside en la actualidad en Consejo General de la Abogacía, un verdadero hito del que congratularse, pero las cifras de presidentas de Colegios de Abogados –así se llaman todavía la mayoría de ellos- o de la Abogacía no son tampoco para echar cohetes. Y si echamos un vistazo a los nombres de quienes dirigen los grandes bufetes, todavía menos. La corresponsabilidad es todavía un obstáculo difícil de salvar.
Así que el panorama es, cuanto menos, manifiestamente mejorable. Y no se trata, como piensan algunos, de nombrar a mujeres por el hecho de serlo, sino más bien al contrario. Que ser mujer no sea un obstáculo para nombrar a quienes lo merecen. Mujeres que, además, han venido bregando durante toda su vida profesional con problemas extras derivados de circunstancias ineludibles como la maternidad y con una legislación que no ayudaba a vivirla en igualdad con los compañeros varones.
Hace apenas unos días, veíamos cómo, por primera vez en nuestra historia judicial, fallaba una Sala del Tribunal Supremo formada por cinco magistradas. De la jurisdicción social, en este caso. Y en un tema con una perspectiva de género indudable, relacionada con los permisos por lactancia. Y ya vemos, no ha pasado nada. Las fuerzas de la naturaleza no se han sublevado en un enorme cataclismo ni nos han caído de golpe las siete plagas de Egipto. Se puede. Solo hay que poner empeño. O, al menos, no poner trabas.
Ahora surge una nueva oportunidad, la enésima. A ver si esta vez, por fin, vamos tomando posiciones. Aunque sea por no oirnos. Porque si no, a la próxima, volveré a soltar la misma perorata. Y así una vez y otra. Hasta el infinito, y más allá.
Ojala no tuviera que volver a hacerlo. Pero hasta entonces, ahí seguiremos. Exigiendo la presencia de mujeres en Justicia.