Cuando comenzamos a deconstruir lo aprendido, ya sea desde el feminismo u otros movimientos sociales, pronto nos damos cuenta de la necesidad de modificar nuestro consumo. Dejar de beber Coca Cola o de comprar en Zara son medidas habituales en ciertos sectores. Otras personas dan un paso más y a través del ecofeminismo u otras teorías animalistas reducen y eliminan de su alimentación y vida los productos animales.
Pero, ¿qué pasa con lo que consumimos más allá de objetos y alimentos?, ¿a qué bares vamos, qué libros leemos y dónde los compramos, quiénes son los promotores de los festivales a los que asistimos, quién el dueño de los periódicos o las televisiones que nos informan? Con nuestro consumo, aunque nos resulte gratuito, ¿enriquecemos a los grandes o ayudamos a crecer a los pequeños? ¿Esos grandes empresarios, qué objetivo tienen y qué líneas traspasan para conseguirlo?, y los pequeños, ¿tenemos oportunidad de invertir en aquellas empresas con objetivos sociales similares a los nuestros?
Y todo esto, ¿en qué nos afecta a las mujeres como colectivo?
El consumo acrítico y la satisfacción rápida del deseo individual son las fisuras por las que el patriarcado de consentimiento se cuela en todos los rincones de nuestra sociedad.
A priori puede parecer que cualquier persona rechazaría la violencia o la misoginia, pero ¿qué pasa cuando la disfrazamos de modernidad, de transgresión, de libertad de expresión o de derechos? ¿Qué ocurre cuando se utilizan técnicas como la ventana de Overton para modificar el pensamiento social? Teorías biologicistas como contenidos en las aulas, políticos defendiendo prácticas ilegales, televisiones publicitando productos para las farmacéuticas y clínicas médicas que olvidaron el código deontológico…, y así llenamos el espacio social de eufemismos como “trabajadora sexual”, “gestación por sustitución”, “persona gestante” o “feminismos interseccionales”.
A esto debemos sumar una sociedad acostumbrada a consumir rápido y barato. Lo habitual es comprar, ver, leer, sin pararse a analizar lo que se recibe. El acceso a la información a golpe de clic, sin necesidad de establecer inferencias previas, relaciones o categorizaciones para buscarla (como ocurría antes), cambia las formas de análisis de las nuevas generaciones digitales, que consumen todo lo que les llega sin prácticamente cuestionarse nada. Es más fácil informarse a través de un vídeo de cinco minutos que leyendo durante horas un libro que te permita una reflexión pausada a la vez que recibes la información. Pero, ¿quién está detrás de ese vídeo? ¿Quién paga al booktuber?
Los medios nos dicen que consumir es nuestro derecho, que las nuevas luchas sociales deben enfocarse a que cada vez se permita un consumo más rápido y más barato: camisetas, películas, literatura basura, cuerpos de mujeres, bebés… El deseo satisfecho sin tiempo para la crítica y la reflexión. Y así, por esta fisura, que cada vez se parece más a una gran grieta, se cuelan festivales pagados por el porno que se lavan la cara con una caseta para eventos sobre diversos feminismos, proxenetas en partidos políticos tratando de legislar para que la violación sea considerada un trabajo o los roles opresores de género una identidad, empresarios haciendo propaganda del tráfico de bebés en televisión a base de tirar del discurso emocional y del deseo. Mi dinero, mi libertad. Y así llegamos a la adolescente que normaliza la violencia contra su cuerpo como algo deseable.
¿Cómo podemos combatir todo esto? ¿Cómo protegemos a esa niña de las canciones de moda que la convierten en un objeto para la violencia sexual?
Ayer, en un curso sobre literatura y educación pusimos en debate la censura. Aunque a todas nos horrorizan esas canciones de moda en las que se ensalza la violencia y la misoginia, ¿serviría de algo prohibirlas en las aulas?, ¿y en la sociedad? No se puede censurar la violencia, sólo pequeñas muestras de la misma. De nada sirve prohibir libros, artículos, camisetas, canciones o películas misóginas si la misoginia sigue activa a nivel social. Lo fundamental es dar las herramientas para reconocerlas.
En una sociedad capitalista, rápida, hiperconsumista, el mediador educativo debe dar las herramientas para que el alumnado, la ciudadanía, identifique y rechace de forma voluntaria la violencia y el machismo. El consumo respetuoso y la crítica para llegar al mismo son la única manera de blindarse y hacerse inmunes a un mercado que todo lo arrasa.
Los debates sobre las redes, los medios y su implicación en la educación de la infancia y la juventud son habituales en el entorno educativo. Han llegado para transformar la sociedad, ¿lo harán en positivo?, ¿quién tiene el poder de esos medios? Desde la educación y las familias no tenemos recursos para blindar lo que nuestra juventud recibe, ni siquiera sabemos si es necesario protegerlos de ese alud informativo. Ahora, ¿debemos dotarles de herramientas y capacidades para que sepan qué consumen; para elegir, de forma realmente libre, lo que van a consumir? En este mundo globalizado en el que el mensaje social tiene cada vez más peso en la educación de los menores, la capacidad crítica es más importante que nunca.
La utopía social no existe, la distopía sí, y la vende el mercado. Construyamos una sociedad que no esté dispuesta a consumirla.