Sin derecho a la legítima defensa

Andrés Montero
Andrés Montero
Ha sido presidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia
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No se entiende muy bien cuando se plantea “el máximo respeto” a las sentencias judiciales o que no son criticables u opinables. Por supuesto que lo son, desde ese máximo respeto, puesto que son obras humanas y, lo que es más, decisiones que emanan de un poder público que como todos está sometido al escrutinio del ciudadano. Ahora bien, en lo que erramos en ocasiones es en sustanciar adecuadamente las críticas y en enfocarlas con propiedad en el elemento sustantivo del problema.
La recientemente conocida sentencia de condena a Juana Rivas por sustracción de menores debería hacernos enfocar la resolución de futuros casos similares no en el poder judicial sino en el legislativo. Desde luego que podemos opinar y, así lo hacemos, que es una sentencia desproporcionada en la pena impuesta e ignorante por completo de los parámetros de violencia contra la mujer que concurren en la conducta juzgada de Juana Rivas. Sin embargo, la sentencia revela con claridad que estamos ante un monumental embrollo jurídico el aclaramiento del cual, a futuro, debería ser una responsabilidad del poder legislativo español… y por eso, porque únicamente puede resolverse a futuro (si se logra) el tercer poder en la ecuación, el ejecutivo, debería asumir la responsabilidad de no disponer de una legislación todavía afinada para proteger a las víctimas y conceder el indulto a Juana Rivas cuando procesalmente corresponda.
El principal problema es que la legislación penal española no contempla que determinadas reacciones de una mujer víctima de violencia sean atenuables o directamente inimputables en cuanto a su responsabilidad penal. Y si lo hace, si lo contempla, sería en casos como en cualquier otro delito, en donde hubiera una relación directa y proporcional entre el comportamiento penalmente transgresor de una víctima de violencia y la conducta de agresión de la que está siendo objeto en un instante cronológico específico que pueda vincularse inmediatamente a su reacción: por ejemplo, si Juana Rivas hubiera devuelto a su agresor un golpe de entre aquellos que ese hombre le propinó cuando era su pareja y por los que fue condenado como agresor en 2009, tal que ese golpe defensivo le hubiera producido al agresor una lesión grave o incluso la muerte no intencionada, esa reacción podría haber entrado técnicamente en lo que se considera legítima defensa.
La defensa propia legítima también se aplica cuando se actúa sobre una posibilidad de terceros en riesgo: continuando con el supuesto de Juana Rivas, si en un momento de agresión de su condenada pareja ella hubiera considerado que sus hijos menores de edad estaban en peligro, y actuando con inmediatez cronológica, proporcionalidad y racionalidad de medios le devuelve al agresor uno de los golpes sin más intención que la defensa y no el daño, que deja al agresor lesionado de alguna forma, también hubiera sido de aplicación la legítima defensa para que ella no hubiera sido condenada por esas lesiones producidas.
La cuestión aquí primordial no es que los jueces no entiendan en su complejidad las implicaciones y derivadas de la violencia hacia la mujer, tanto en lo que respecta a mujeres agredidas como a hombres agresores (son dos sentencias seguidas en España, la denominada de la “manada” y la correspondiente a Juana Rivas, las que pondrían en cuestión ese entendimiento). El nudo gordiano es que el poder legislativo todavía no ha asumido tampoco esa complejidad ni ha sido capaz de traducirla en modificaciones penales efectivas que protejan mejor a las víctimas.
España tiene una avanzada legislación en materia de violencia de género, pero no lo suficiente. Y es normal que sea mejorable, puesto que costó mucho esfuerzo, coraje y responsabilidad políticas (y de mujeres políticas) sacarla adelante; en esos escenarios de tanta resistencia en la labor legislativa hay que ir paso a paso, pero probablemente ya toca dar alguno en la siguiente dirección.
A la ley le resta todavía entender la violencia contra la mujer en toda su dimensión, en todo su alcance. Una mujer sometida a violencia no reacciona, tal como pide la ley, a un momento temporal concreto (un instante sincrónico) donde se están produciendo agresiones físicas o psíquicas observables; por el contrario, un mujer expuesta a un escenario de violencia por un hombre está viviendo de manera continua y diacrónica esa violencia, pues la topografía de la violencia hacia la mujer no se expresa solo en golpes físicos o arrebatos de agresión verbal o psicológica: la mera presencia del agresor ya es un acto de violencia, de intimidación, en donde la mujer está siendo expuesta a agresión psicológica grave, de forma constante y continuada, venga acompañada de golpes o insultos o no lo haga. Esa continuidad diacrónica de la violencia mientras la mujer está expuesta al agresor es exactamente igual para los hijos e hijas de esa mujer que convivan con el agresor, niños y niñas que son receptores directos de la violencia que el hombre ejerce sobre la mujer.
El obstáculo aquí es que la legislación penal no sólo es técnicamente ajena a esta realidad de la continuidad de la violencia en convivencias de agresión a la mujer, sino que el derecho penal no está filosóficamente preparado, ni pensado, para actuar contra este tipo tan peculiar de violencia sostenida, de violencia de sometimiento continuado, de violencia de cautividad que ejerce un hombre sobre una mujer en la mayoría de los escenarios de violencia de género en el contexto de parejas y exparejas. Si lo hiciera, si la legislación penal estuviera preparada y diseñada para este tipo de violencia, articularía provisiones para considerar al menos atenuable cuando no inimputable que una mujer sustraiga a sus hijos…. no de la guarda y custodia de su padre, como se dice, sino de la exposición a un agresor. Es probablemente lo que hizo Juana Rivas: sustraer a sus hijos del alcance de un agresor ya condenado respecto del cual ella y ellos son víctimas directas de violencia.

la legislación penal no sólo es técnicamente ajena a esta realidad de la continuidad de la violencia en convivencias de agresión a la mujer, sino que el derecho penal no está filosóficamente preparado, ni pensado, para actuar contra este tipo tan peculiar de violencia sostenida, de violencia de sometimiento continuado, de violencia de cautividad

Ahora bien, tal como están la legislación, Juana Rivas no tenía derecho a la legítima defensa porque la ley no entiende (no se le ha dotado de técnica jurídica para que entienda) que ella se estaba defendiendo y estaba defendiendo a sus hijos. En este escenario la ley está definida justamente en contra de la realidad: requiere inmediatez sobre una agresión puntual, cuando el despliegue de conducta de un agresor de mujeres es continuo; exige racionalidad y proporcionalidad de medios sobre las conductas de agresión cuando se están produciendo y son topográficamente visibles, pero ignora que la proporcionalidad de la defensa de una mujer agredida se basa en la oportunidad del momento en el que considera que está menos expuesta (ella o sus hijos) al alcance del agresor, y por ello la huida en un instante conveniente es una táctica adecuada de elección para la supervivencia… aunque no para ley, que tal como está habría exigido de Juana Rivas que justo después de sustraer a los menores se personara en una oficina policial o judicial para denunciar su caso y entregar a sus hijos, sin contemplar esa ley que si los está sustrayendo es precisamente para evitar que caigan de nuevo en manos del agresor, a quien habrían sido devueltos poco tiempo después de ser sustraídos.
Es suma, un auténtico embrollo jurídico en donde las mujeres que a veces logran, la mayor parte de las veces a la desesperada, divisar una ruta de salida fuera de su cautiverio de violencia se encuentran con que no tienen derecho a la legítima defensa y que son doblemente victimizadas, por un agresor y por el sistema legal.

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