No es la primera vez que hablo del machismo en el lenguaje. Y temo que no será la última, desde luego, teniendo en cuenta la resistencia numantina de la RAE a todo lo que huela a feminismo. Pero como la perseverancia es una gran herramienta para lograr las cosas, ahí seguiremos. Por insistir que no sea.
Pero tras un debate tuitero acerca de esta cuestión, no he podido resistirme a darle una vuelta más. O una menos, según se mire.
El debate empezaba con un tuit donde se destacaba el hecho, bien conocido, de que una misma palabra en su versión femenina o masculina, tiene diferentes significados, y siempre en desdoro de las mujeres. Ejemplos como zorro y zorra, lagarto y lagarta, gallo y gallina, perro y perra u hombre público/mujer pública ilustraban tales afirmaciones. A ello, hubo alguien que respondía que también la lengua maltrataba en ocasiones a los varones, y ponía como muestra palabras como “calzonazos“ o “señorito”, por lo que cuestionaba que se tratara de machismo.
No negaré que me hizo pensar. Pero tampoco negaré que mi reflexión duró un segundo, porque rápidamente me dí cuenta que, al contrario de lo que pretendían argumentar, esos ejemplos no hacían sino reforzar la afirmación original, la de que nuestra lengua –o el empleo de la misma- es machista. Lo que, de otra parte, no tiene nada de raro, puesto que machista es la sociedad y, sobre todo, lo era en el momento en que se fijaron las lineas oficiales de la lengua española.
¿Qué por qué digo esto?. Volvamos a los ejemplos y nos daremos cuenta. “Calzonazos” es, sin duda alguna, peyorativo para los hombres. Pero, si escarbamos un poco más nos daremos cuenta que no es despreciativo per se sino con relación a los roles establecidos para hombres y mujeres, y que es precisamente por no ajustarse al mismo por lo que se recibe ese desprecio. La definición de “calzonazos” es la de “hombre de carácter débil, que es muy condescendiente y se deja dominar con facilidad por otra persona, especialmente su mujer”. De modo que, sin lugar a dudas perpetúa el papel del hombre dominador y la mujer sumisa, y castiga con el insulto y la burla al hombre que no responde a ese patrón.
Por su parte, “señorito” es un hombre ocioso, o el hijo de una persona importante, cuando “señorita” es un trato “de cortesía” que se da a la mujer soltera, o a las mujeres –nunca a los hombres- que ejercen determinadas profesiones como la de maestra. No hay más que recordar a Gracita Morales gritando con voz atiplada eso de “el señoriiiito” para recordar que, de nuevo, se repite el patrón de quién manda y quién no.
No son los únicos ejemplos, desde luego. Todo el mundo ha oído expresiones como “llevar los pantalones” o “vestirse por los pies”, que hacen clara referencia a la prenda masculina por antonomasia, el pantalón, para relacionarla con la posición de mando. A nadie se le ocurre referirse a quien lleva la falda en casa –como no sea para otras cosas que no vienen al caso-. Y, aunque la moda ha cambiado y hoy las mujeres llevamos pantalones con frecuencia, la significación de estas expresiones sigue siendo la misma.
Se pueden citar muchos más ejemplos. Es bien conocida la frase dirigida a Boabdil, tras la pérdida de Granada, de que llorara como una mujer lo que no había sabido defender como un hombre. Todo un dechado de estereotipos en unas pocas palabras.
Pero no hace falta irse tan lejos. Seguimos manejando estos parámetros por más tiempo que haya pasado. “Portarse como un hombre” se identifica con rectitud y dotes de mando mientras que “portarse como una mujer” –o peor aún, como una señorita- todavía tiene reminiscencias a ser modosa y calladita. Y cuando algo es pesado, se dice que es un “coñazo” mientras que si es fantástico, resulta que es “de cojones”. De nuevo la alusión a la mujer como algo negativo y al hombre como positivo.
Los hombres, por su parte, pueden permitirse ser feos –como el oso, cuanto más feo, más hermoso-, y peludos –“un hombre de pelo en pecho”-, cosa que nos está vedada a las mujeres. Y, si osan dar muestras de debilidad o sentimientos, se les califica como “nenazas”, dando por supuesto que parecer una nena es un insulto de los gordos.
Pero, con todo, tal vez el caso más curioso es el de “padrazo”. En este supuesto, sí existe un correlativo femenino, “madraza”. Un padrazo es, según el diccionario, un padre entregado al cuidado de los hijos y muy indulgente y cariñoso con ellos y, aunque una “madraza” es algo parecido, en la vida real cualquier padre que cambie los pañales o pasee en el carrito a su retoño –o sea, que haga de padre- merece el calificativo de “padrazo”, mientras que en el caso de las mujeres eso es lo normal y para aplicar el superlativo se exige un plus. Jamás he oído decir de una mujer que sea una “madraza” por cambiar los pañales o pasear al bebé con el carrito. Eso sí, de la que no lo hace se puede oír de todo.
En definitiva, la lengua sigue perpetuando los estereotipos. Aunque no tendría por qué hacerlo, si quienes la usamos la adaptamos a los tiempos igual que nos hemos adaptado a llevar pantalones en vez da polisón o miriñaque. Y, aunque cueste desprenderse de algunas expresiones que están tan arraigadas que las usamos sin darnos cuenta, vale la pena hacer el esfuerzo. Nos vistamos por los pies, por la cabeza, o por donde nos dé la gana.
«Vestirse por los pies». La lengua sigue perpetuando los estereotipos
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