¿Cuál ha sido la consistencia del sopor que nos ha mantenido durante años en el fondo mismo de la tela de araña, inmóviles, resignadas, irritadas a veces, pero impotentes, mientras considerábamos que ese era nuestro único espacio posible? Que no había otro, que nuestras madres lo habían pasado peor y qué decir de nuestras abuelas: sombras en fotos amarillas invadidas por criaturas en escala infinita, ellas sentadas, acordes a su rol inane y los hombres de pie, sacando pecho al espacio público, desafiantes.
¿Qué pasaba por nuestras cabecitas cuando pensábamos que no habíamos tenido suerte, u osamos irrumpir en el lugar equivocado, y tropezamos, ergo, con la -las- persona(s) inoportuna(s)? Habíamos transgredido los marcos señalados en el suelo con firmes trazos rojos, las recomendaciones familiares, las reglas del juego tácitas o explícitas como tablas de la ley. El instante desesperado en el que olvidamos esa condición sine qua non tatuada en nuestras nalgas desde el paritorio, en la que se explicitaba, con todo lujo de detalles, qué gestos, qué ropa, qué palabras no debían ser nunca dichas por nuestras inocentes boquitas pintadas, si no queríamos vivir en carne propia todo el cuentito del lobo feroz travestido en abuelita con halitosis. Me lo pregunto porque también fui niña, y adolescente, claro. A mediados de los 60 y 70, cuando se nos presuponía una inteligencia menor debido al tamaño de nuestro cerebro, y una debilidad física y mental que nos convertía a perpetuidad en minorizadas emocionales. En esa época se violaban y asesinaban mujeres y niñas a mansalva, por supuesto. Ha sido así desde el comienzo de los tiempos y no hace falta remontarse a Jack el destripador, un novato con mucho marketing. Sólo que entonces las atrocidades ni siquiera se contabilizaban; aparecían en párrafos de la crónica negra de los tabloides como sucesos cotidianos, crímenes pasionales que la gente, en general, justificaba, dado el universalmente conocido lado oscuro, traidor, abstruso y lascivo de las mujeres. Para muestra, botones. Se cumplieron en 2014 cien años del feminicidio de la que ya era, y estaba llamada a ser más aún, una de las poetas latinoamericanas más brillantes, una voz única. Sólo que, Delmira Agustini, con 27 años, divorciada a los 53 días de matrimonio gracias a la pionera ley uruguaya de 1913, es asesinada a balazos por su exmarido. Y me adelanto mucho en el tiempo, dejando a conciencia miles de historias que aquí no cabrían. La innovadora artista cubana Ana Mendieta, de 37 años, es arrojada “supuestamente” desde un piso 34 por su marido, Carl Andre, también artista, y sobreseído de toda culpa pese a decenas de testimonios de la vecindad respecto a la violencia que atravesaba los muros.
Delmira, dice Galeano en Memorias del Fuego: Había cantado a las fiebres del amor sin pacatos disimulos, y había sido condenada por quienes castigan en las mujeres lo que en los hombres aplauden, porque la castidad es un deber femenino y el deseo, como la razón, un privilegio masculino (…). De modo que ante el cadáver de Delmira se derraman lágrimas y frases a propósito de tan sensible pérdida de las letras nacionales, pero en el fondo los dolientes suspiran con alivio: la muerta, muerta está, y más vale así. El feminicida de Delmira tuvo el buen gusto, pena que no invirtiera el orden, de borrarse del planeta, sin embargo, el asesino de Ana Mendieta aún anda por estos pagos cosechando loas y reconocimientos de la hipócrita jet set del arte contemporáneo de las metrópolis. Y me vienen a la cabeza flashes como la violación de María Schneider propiciada por Bertolucci y perpetrada por Marlon Brando para conseguir una escena realista en una miserable película, el feminicidio de Marie Trintignant, un individuo al que llaman emérito y que tiraba por la borda a sus amantes, el feminicidio de Alicia Muñiz cometido por el campeón mundial de dar trompadas, Carlos Monzón, defendido por otro ilustre maltratador patanegra, un actor francés de cuarta con una arquitectura física que encandilaba a las jovencitas en Rocco y sus hermanos. Y aparece la confesión de Neruda, el conocimiento de plagio y destrato por parte de Einstein a Mileva Maric, las felonías contra las mujeres de Picasso. Lista interminable.
Y aquí es donde vuelvo a preguntarme por nosotras, las jovencitas de mi generación y las siguientes, ilusionadas con las ofertas 3 x 1 del amor romántico inoculado en vena en interminables seriales radiales o televisivos en los que todo era posible (incluso salir vivas de la gran aventura de enamorar al niño rico), que asumíamos miles de recomendaciones a la hora de socializarnos, en el punto exacto de integrarnos en un mundo en el que éramos, con suerte, distinguidos adornos, trofeos de caza menor o sirvientas sin sueldo. Carne fresca en busca, familiar o propia, del varón que legitimase nuestra torpe y errada existencia. Paralelamente, en los centros de poder, asomaba a las playas la que para alguna de nuestras teóricas era la segunda ola, y para otras la tercera, de esa utopía que llamamos feminismo, que comenzaba a ponerlo todo patas arriba. Un vuelo de sujetadores desechados parecía ser el comienzo de una promesa libertaria que, hasta hoy, sigue sin cumplirse a pesar de las aguas turbulentas que chocaron contra los pilares de los puentes de una aldea planetaria inscripta en un círculo patriarcal vivito y coleando. Para nosotras, en la América del Sur profunda no era más que una salpicadura con espumita, insertas como estábamos en una gran lucha de liberación nacional, en la que hubimos de postergar todas nuestras reivindicaciones a riesgo de ser tildadas de traidoras, pero, eso sí: los genocidas democratizaron su ensañamiento y fuimos torturadas, asesinadas, violadas, despojadas de nuestras criaturas, arrojadas vivas al mar y una infame retahíla de tormentos, aunque para nuestros compañeros las demandas que podíamos llegar a plantear no eran más que delirios pequeñoburgueses, fruto de nuestra educación no proletaria.
Considero importante mencionar —llegó la hora de no callarnos nada— que, en muchas ocasiones, sufrimos esa violencia, física y simbólica, por parte de nuestros compañeros “revolucionarios”. ¿A quiénes íbamos a reclamar? ¿A los genocidas? ¿A los dirigentes tan ocupados en cosas “verdaderamente importantes”? Callamos, naturalizamos, tragamos, y nos preguntamos, como siempre, si no seríamos nosotras las equivocadas. Para quienes preguntan estúpida y retóricamente por qué no hablamos antes, sólo decir que miren en su interior. Allí descansan todas las respuestas.
Se va a caer, dicen las pibas argentinas. Ojalá, desde luego no será porque dejemos de triplicar el esfuerzo, pero, hoy por hoy, los lodos de aquellos barros nos siguen electrocutando como a las reses antes del descuartizamiento.
Y regreso a aquellos años, no tan lejanos, y a otros más próximos aún, en los cuales creíamos, creíamos que creíamos, nos acostumbrábamos, el pañuelo del juego de la gallinita ciega se nos había quedado pegado y nos impedía medir el peligro, que, por alguna razón, las culpables éramos nosotras. Tanto repetir como loros lo del pecado original no puede ser inocuo. Quizás penséis que exagero, pero me animaría a decir que muchas compañeras coetáneas, de cualquier palo político, se sentirían representadas en este dolor profundo que no ha menguado tantas vidas más tarde.
Las respuestas simples las recitamos de memoria: el patriarcado, las religiones, la educación, la misoginia que cargan tantas mujeres, la sociedad que nos odia… Pero las complejas, como que en los países escandinavos con décadas de política igualitarias los feminicidios estén a la cabeza de la denigrante lista europea de atropellos de los derechos de las mujeres, es algo que se me escapa. Teóricas, por favor, ahondad en estas cuestiones.
La niña que fui y creció viendo asesinatos de mujeres en su entorno, la joven que sufrió varios intentos de violación, la mujer maltratada por sus parejas; todas ellas, yo misma, queremos saber cómo se quita este maldito tabique de los ojos, como dejamos de una vez y para siempre la ceguera, como asumimos una ciudadanía que nos ha sido negada, como nos empoderamos de una vez por todas para sentir con cada una de nuestras moléculas que no es justo, que nunca ha sido justo, que nunca será justo. La caza de brujas del medioevo, y el tiempo, tanto tiempo, sólo parece haber transcurrido en una ficción cinematográfica.
El pecado original
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“El pecado original”, evidencia que lo femenino, es la única alternativa en la educación infantil, especialmente sobre el varón, para poder llegar, desde la línea anormal (perversa), al proceso de la sublimación, en el cual es proporcionada una derivación y una utilización, en campos distintos, a las excitaciones de energía excesiva, procedentes de las diversas fuentes de la sexualidad; de manera que de la peligrosa disposición surja una elevación de rendimiento psíquico.
“¿Cuál ha sido la consistencia del sopor que nos ha mantenido durante años en el fondo mismo de la tela de araña, inmóviles, resignadas, irritadas a veces, pero impotentes, mientras considerábamos que ese era nuestro único espacio posible? Que no había otro, que nuestras madres lo habían pasado peor y qué decir de nuestras abuelas: sombras en fotos amarillas invadidas por criaturas en escala infinita, ellas sentadas, acordes a su rol inane y los hombres de pie, sacando pecho al espacio público, desafiantes”. Es decir, que la política y la filosofía del transexual ecuménico perverso patriarcado mantiene su acostumbrada dominación criminal en el cuerpo social, hasta el extremo de “adquirir” formas legalizadas en la inserción del tipo psicológico del criminal, contando con la impunidad del Estado en una suerte de concepción “sanitaria” de la penología que, produce sus frutos para todos los demás transexuales perversos varones.
“Considero importante mencionar —llegó la hora de no callarnos nada— que, en muchas ocasiones, sufrimos esa violencia, física y simbólica, por parte de nuestros compañeros “revolucionarios”. ¿A quiénes íbamos a reclamar? ¿A los genocidas? ¿A los dirigentes tan ocupados en cosas “verdaderamente importantes”? Callamos, naturalizamos, tragamos, y nos preguntamos, como siempre, si no seríamos nosotras las equivocadas. Para quienes preguntan estúpida y retóricamente por qué no hablamos antes, sólo decir que miren en su interior. Allí descansan todas las respuestas”. Es decir, el campo de concentración para la mujer, se abre, para su permanente dominación del cual la rebelión del feminismo seria menos decisiva entre la masa social y el criminal transexual perverso ecumenico patriarcado que, permite determinar la constante irracional de la agresividad característica de la alineación fundamental del perverso varón irreversible ambiguo sexual que satisface su homosexualidad sádica sobre la mujer como mero objeto de uso.
“La niña que fui y creció viendo asesinatos de mujeres en su entorno, la joven que sufrió varios intentos de violación, la mujer maltratada por sus parejas; todas ellas, yo misma, queremos saber cómo se quita este maldito tabique de los ojos, como dejamos de una vez y para siempre la ceguera, como asumimos una ciudadanía que nos ha sido negada, como nos empoderamos de una vez por todas para sentir con cada una de nuestras moléculas que no es justo, que nunca ha sido justo, que nunca será justo. La caza de brujas del medioevo, y el tiempo, tanto tiempo, sólo parece haber transcurrido en una ficción cinematográfica”. Así en la injusticia misma de la transexual ecuménica perversa civilización patriarcal, siempre incomprensible para el feminismo, se revela el progreso en el que el perverso varón irreversible ambiguo sexual se crea a su propia imagen.
Mi Ciencia de lo femenino, Femeninologia, se halla sólidamente fundada en la observación de los hechos impuestos por la transexual perversa civilización patriarcal, que satisface su homosexualidad sádica sobre la mujer como mero objeto de uso, además no hemos de asombrarnos que Femeninologia pretende explicar los fenómenos psíquicos del perverso patriarcado: Una cultura cuya ética y moral hipócrita no admite la equiparación de más del 50% de la humanidad; la mujer.
El sentido y la verdad del feminismo (la mujer) es la derrota del varón; perverso irresoluble y ambiguo sexual.
Por Osvaldo Buscaya (Bya)
(Psicoanalítico)
Femeninologia (Ciencia de lo femenino)
Lo femenino es el camino
Buenos Aires
Argentina
31/01/2019