Cuando queremos hablar de las graves consecuencias que tiene el vivir en una ciudad como la de Madrid (por poner el ejemplo más evidente), alrededor de la contaminación que respiramos a diario basta con enseñar una foto como la que estamos viendo sobre estas líneas.
Para contabilizar las muertes que tienen como consecuencia directa o indirecta la contaminación, podríamos dirigirnos al Ministerio de Medio Ambiente y tendríamos la cifra exacta, convenientemente actualizada.
Incluso si quisiéramos ir más allá de esa punta del iceberg más visible y evidente, que son las muertes que tienen que ver con la respiración continuada de nitrógeno y a causa del ozono troposférico, podríamos hablar de las numerosas consecuencias que tiene en nuestra salud y cuyos efectos más directos son fundamentalmente, la pérdida de calidad de vida, y los problemas respiratorios que acarrea, como el asma, y las enfermedades pulmonares que pueden provocar una exposición continuada a ese tipo de gases nocivos.
Podríamos también debatir si la calidad del aire que respiramos en una zona u otra de Madrid es mayor o menor, pero en ningún caso podríamos negar que estamos lejos, muy lejos de respirar un aire libre de contaminación, un aire limpio y puro.
¿Y si en vez de hablar de contaminación hablásemos de machismo?
¿Las evidencias serían igualmente tan incontestables?
Quizás, hablar de machismo sea algo menos ‘tangible’ que hablar de contaminación (lo sentimos, no tenemos una foto visualmente igual de explícita) pero no debería costarnos entender que si nos acercamos lo suficiente a los análisis empíricos que más a mano tenemos (desde hace al menos 15 años y gracias entre otras cosas a la Ley Integral de Violencia de Género puesta en marcha desde el 2004) podríamos tener una idea muy aproximada (y real) de sus graves consecuencias.
Y es que el ‘machismo no se ve’ (o no se quiere ver, sería más adecuado decir), pero se respira continuamente. Y lo hace con consecuencias muy diferentes para hombres y para mujeres.
Recordemos la frase de Michael Kaufman “El machismo es un problema de los hombres que sufren las mujeres”. Recordemos también las cifras de la vergüenza, para que nunca las perdamos de vista y las tengamos bien a mano. 975 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas en los últimos quince años (a lo cual habría que añadir el número de menores asesinados junto a sus madres -solo contabilizados oficialmente desde el 2013 y que suman ya la también inaceptable y bochornosa cifra de 27 menores asesinados a manos de sus progenitores varones-). Solo cifras ‘oficiales’.
Una bofetada en la cara para quienes (personas y partidos políticos) tratan de invisibilizar y/o homogeneizar todas las violencias en una sola, a través de una perversa e injustificable intencionalidad.
Un dato lo suficientemente elocuente, que habla por sí solo, y que es necesario borrar del mapa, ocultar e invisibilizar para que los hombres, no nos sintamos señalados y cuestionados por nuestra pertenencia a un género que mantiene su predominante exclusividad en lo que a muestras de (todo tipo de) violencias se refiere.
De ahí que asistamos vergonzosamente a los intentos continuos de la extrema derecha por derribar la Ley Integral de Violencia de Género de manera directa (léase VOX y sus propuestas/exigencias para permitir el gobierno de derechas en Andalucía), o de manera indirecta, con los del PP ‘confundiendo’ términos ya aparentemente superados y descartados, como eran los de violencia doméstica en lugar de la actual y mucho más acertada de violencia de género. O a esos intentos de Ciudadanos por querer, hace bien poquito tiempo, ‘equilibrar’ la ley de violencia de género tanto a hombres como a mujeres, para una vez más, intentar correr un tupido velo y hacer ver que las violencias se sufren de la misma manera y las cometen ‘por igual’ hombres, mujeres y personas…
Inenarrable. Efectivamente.
Con todo lo que ha costado llegar hasta donde estamos, que ahora se preocupen unos y otros en derribar los pocos, pero firmes avances que se han ido consiguiendo con el paso de los años, y de una ley que ha sido premiada y considerada (por ONU Mujeres, World Future Council y la Unión Interparlamentaria) en 2015, como una de las mejores leyes que luchan contra la violencia ejercida contra las mujeres y las niñas.
Pero parece que todo esto no es suficiente. Un signo de los tiempos revueltos que nos ha tocado vivir. Y de la política que actualmente nos ha tocado sufrir.
Pero volvamos a hablar del machismo. El origen de todo. Expliquémoslo por enésima vez.
No existe ninguna posibilidad de no ser machista en esta sociedad, seas hombre o mujer. Es una cuestión que permea a toda la sociedad. Por si no te lo han contado suficientes veces, vivimos en un sistema patriarcal, androcéntrico, sexista y machista. Y lo seguirá siendo mientras no lo cuestionemos, señalemos y ayudemos a derribarlo convenientemente.
Podemos discutir cuanta contaminación respiramos, cuanta contaminación nosotros mismo ‘producimos’, o que comportamientos podríamos incorporar en nuestras vidas para hacer de esta sociedad una sociedad menos contaminada y menos contaminante.
Podremos reconocer, incluso reflexionar, si nuestra cantidad de machismo/contaminación es mayor o menor, o si nuestro trabajo personal por hacerlo cada vez más pequeño está teniendo los frutos esperados (el tiempo apremia y las víctimas asesinadas y las sentencias judiciales desprovistas de un mínimo de perspectiva de género se acumulan en los juzgados). Pero no podremos cuestionar que estamos atravesados por el machismo.
Decía Josep-Vicent Marques hace cosa de tres décadas y media, que el camino hacia la igualdad no puede ser igual para los hombres que para las mujeres, y aquí radica gran parte del quid de la cuestión que puede arrojar algo de luz a la endémica resistencia y reacción del hombre ante los avances del feminismo.
Para los hombres (varones que decía él) pasa por la negación de cualquier orgullo de ser hombre.
Para las mujeres es y será todo lo contrario. La afirmación del orgullo de ser mujer y de todo lo que ello significa y conlleva (vuestra es la palabra y el sentimiento de empoderamiento, por poner un ejemplo).
Sin por supuesto dejar de lado los privilegios masculinos adquiridos a lo largo de los siglos en los que el patriarcado se ha perpetuado y aposentado en nuestras vidas.
Y esto, queridos señores y queridos señoros va a ‘doler’ (entiéndase el término en su justa medida, como el esfuerzo que nos va a costar a nosotros, los hombres, para empezar a entender lo que está pasando a nuestro alrededor, lo asimilemos, y empecemos con el cambio o transformación que nos exige la sociedad -porque nosotros no somos capaces ni queremos verlo por nosotros mismos-).
Va a doler porque de tanto (mal) usarla, nos hemos cargado cualquier significado positivo que tenía la palabra masculinidad (si es que alguna vez hemos sido capaces de transmitir algo por nosotros mismos que no esté asociado a la eterna demostración de liderazgo, autoridad, violencia, etc, demostraciones, al fin y al cabo, de ‘fuerza’ tan afines a la masculinidad hegemónica).
O lo que es lo mismo, a esa tan temida como perpetuada frase en torno al significado de qué es aquello de “ser hombre”.
Hemos utilizado, pervertido y abusado tanto de esta palabra, que poco queda ya por rescatar de semejante estropicio (“se nos rompió el amor -o la masculinidad en este caso- de tanto usarla”).
Podemos seguir hablando hasta el infinito (y más allá) de la deconstrucción de lo que llamamos masculinidad hegemónica, podremos seguir inventándonos nuevas etiquetas para esas nuevas masculinidades (alternativas, diferentes, disidentes, diversas, etc) pero seguiremos demostrando que estamos cogiendo carrerilla una y otra vez, para darnos golpes contra un muro infranqueable.
Decía Barbijaputa hace pocos días, refiriéndose al reciente asesinato y violación de Laura Luelmo, que “el feminismo no va a parar y nos va a arrollar”. Y es verdad.
Y espero que ese tsunami feminista al que se le ve venir, y que tan cerca de nuestras costas ya está, llegue cuanto antes. Porque nos hace falta. Mucha falta. Sobre todo, a nosotros.
La contaminación machista
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