La hipersexualización está mal vista, la masculinización peor. ¿Qué podemos hacer las mujeres con nuestros cuerpos para integrarnos en la sociedad? ¿Los mostramos con naturalidad? ¿Los cubrimos como en el pasado? Da igual, hagamos lo que hagamos vamos a ser censuradas por la sociedad. Porque vivimos en una sociedad que nos coarta, nos limita, nos santifica si somos púdicas y nos cosifica si nos lucimos. Hagamos lo que hagamos, de boca en boca vamos.
La sexualización es una lacra que padecemos en exclusiva las mujeres y ocurre cuando se le da valor a una persona sólo si su apariencia o conducta son consideradas «sexys». Cuando esto sucede, se considera a la mujer más como un objeto de satisfacción personal que como un ser humano. Ello conduce a la cosificación, a la despersonalización y al mercantilismo del cuerpo femenino.
Las últimas cifras de la ONU son escalofriantes: 750 millones de mujeres fueron obligadas a casarse antes de los 18 años, 120 millones de niñas han sido obligadas a participar en actos sexuales, se estima que la mitad de los feminicidios en el mundo fueron cometidos por un miembro de la familia o por su pareja. Son solo algunos datos que demuestran que la sociedad ve a las como una cosa desechable.
Ante tal trato y para introducirse en el ámbito público o evitar ser objeto de abusos sexuales o violaciones a la mujer le ha quedado en la mayoría de las ocasiones la única opción de masculinizarse, tornarse agresiva, violenta, competitiva, e incluso renunciar o minimizar sus atributos sexuales, pasar desapercibida, resultar grotesca para evitar “esa incontrolable y masculina libido violadora” que emite gestos groseros, palabras obscenas, actitudes aberrantes, que te intimida, ahoga, desnuda y fuerza. Y es que los hombres en pocas ocasiones son capaces de aceptar a las mujeres como iguales.
Aunque extrema, leyenda e increíble resulta ejemplificadora la historia de Librada, cuya vida, probablemente una invención luso-germana se ha transmitido en la historia del arte evolucionando desde el aspecto de la mujer al del hombre y pasando por el andrógino sexual. Una leyenda que nos ha de hacer pensar, teniendo en cuenta la dramatización, en el dolor y calvario que viven mujer para evitar el abuso sexual.
Librada vivió en el siglo VIII, era hija del rey de Gallaecia y Lusitania y, desde su nacimiento, su padre la prometió al rey moro de Sicilia. Aunque criada en un ambiente pagano, Librada fue acercándose al cristianismo hasta convertirse en cristiana y decidir tomar voto de castidad. Los años iban pasando y la fecha a la boda acercando, Librada oraba y pedía a Dios que la librase de ese suplicio pues no quería contraer matrimonio. Rogó que un milagro la convirtiera en un ser repulsivo pero, posiblemente por miedo, el sufrimiento, ayunaba, vomitaba y se le quebraban las uñas. Todo era consecuencia del desequilibrio hormonal. Perdió peso, le cayó el cabello y le creció vello por todo el cuerpo incluido en la barba. Se convirtió en un ser horrendo de modo que cuando el rey moro la conoció la rechazó y acuso al padre de Librada del engaño. Este humillado la mandó crucificar. Realmente lo que padeció Librada fue una anorexia nerviosa.
El culto a Librada se extendió por toda Europa aunque con diferentes nombres. Uncumber en Inglaterra; Kümmernis, Kummernis o Wilgefortis en Alemania; Oncommer, Ontcommer, Ontkommer, Ontkommena, Ontcommene en los Países Bajos; Múnia en Barcelona; Vierge Forte en Provenza; Eutropía en Grecia; Liberata en Galicia e Italia; Livrade en Francia y Starosta en Chequia. Sin embargo todas tienen en común su iconografía que es el origen de las representaciones de Jesús vestido y crucificado lo que supone una gran sorpresa en la interpretación del arte, una imagen masculinas y poderosa en el hombre a la vez que grotesca y monstruosa como en el de la mujer, que la convierte en la circense mujer barbuda.
La de Librada es una leyenda que podemos trasladar a la realidad y que revierte en esas repugnantes sugerencias que hacen a las mujeres culpabilizándolas de los abusos vividos. Que si esa falda corta, o ese pantalón ceñido, o ese escote provocativo…¿Acaso las mujeres nos tenemos que masculinizar para no ser objetos sexuales? ¿Acaso debemos convertirnos en hermafroditas desapercibidas para amansar a las fieras? ¿Es necesario negar nuestra feminidad para preservar la virginidad?
Toda una serie de estereotipos se han creado en la sociedad patriarcal que vivimos y en la que a las rubias se las ha tildado de tontas, a las gordas de generosas, a las feas de listas y a las guapas de putas. Unos estereotipos que además de etiquetarnos y estigmatizarnos, nos han enfrentado a las mujeres condenándonos las unas a las otras, llenándonos de envidias y competiciones por algo tan estúpido como el culto al cuerpo.
Y para el colmo de los colmos, por si no fuera bastante a Librada lo mismo que las feas se las lleva a los altares como amuletos contra los malos casamientos, como plegaria para deshacer matrimonios no deseados.
Librada barbuda, crucificada y con un violinista a sus pies esperando recibir de ella una de sus botas de oro es la imagen que por toda Europa ha recibido el culto de las desafortunadas, de las temerosas y conscientes de las debilidades de los cuerpos, de los malos pensamientos, de los actos aberrantes, de los crímenes sexuales. Librada dejando a un lado la leyenda y la perplejidad enlaza con la realidad que las mujeres hoy tenemos que vivir para formar parte de las esferas de poder y de decisión y que pasan obligatoriamente por la masculinización, por el mal casamiento, la renuncia a la maternidad o la ocultación de sensibilidad.
Feminizar el mundo es tarea necesaria. La idea de basar el éxito en el dinero, de avasallar con actitudes depredadoras, ambiciosas, agresivas e individualistas, por el bien de todas y todos, han de terminar. El éxito capitalista y masculinizado es un problema demasiado grave que nos atañe a toda la sociedad y que pervive cada vez más fuerte en el imaginario colectivo.
Definimos a las personas por su profesión y les damos legitimidad social por la misma dejando por tanto a un lado a quienes realizan tareas no productivas aunque si reproductivas manteniéndolas en la invisibilidad. Las mujeres nos vemos obligadas a elegir entre nuestro empleo y nuestro útero, entre triunfar y cuidar.
Las mujeres nos hemos visto obligadas a formar parte de esa idea hegemónica del éxito creado desde el androcentrismo más cruel y que ha generado una sociedad exterminadora que ha infravalorado los roles asociados a lo femenino hasta el punto de considerarlos improductivos.
Podemos seguir renunciando a nuestra feminidad para no ser devoradas por un sistema patriarcal que nos oprime y encorseta, podemos dejar de cuidarnos y amarnos para no caer en las fauces de los leones y podemos permitir ser crucificadas por defender en lo que creemos y defendemos como hizo Librada. Sin embargo también podemos, y debemos, feminizar el éxito, repensar y plantear nuestras vidas priorizando los valores y cuidados, cooperando y valorando con los y las demás, apoyándonos para avanzar hacia una sociedad más justa donde el éxito resida ante todo en la felicidad y en construir una vida que merezca ser vivida con intensidad.