Las personas trans tienen derecho, como todas las demás personas, a ser respetadas, a no ser agredidas ni vilipendiadas.
Ninguna feminista dice lo contrario. Y por eso es repugnante que se agite contra nosotras tal espantajo, que se intente acallar nuestras opiniones alegando que, disentir (concretamente de leyes que ya están aprobadas o en trámite) equivale a odiar a las personas trans.
¿Necesitan las personas trans una ley especial de protección? Si la respuesta es sí, cabe preguntarse:
- ¿En qué aspectos estas personas han de ser especialmente protegidas?
- ¿Deben primarse sus reivindicaciones si perjudican a otras personas? (trataré este punto en otro artículo).
- ¿todas las personas trans han de considerarse “personas en riesgo de exclusión social” y tener así acceso a las ayudas previstas para el caso?
Contesto a esta última pregunta: solo aquellas que realmente las necesiten ya que pedimos que a las personas trans se les apliquen las mismas normas que se aplican a las personas de otros colectivos.
Aplicar las mismas normas significa:
- Establecer unos criterios objetivitos para considerar que alguien pertenece o no a un determinado colectivo. En todos los colectivos que reciben ayudas o prestaciones se exigen requisitos contrastados de evaluación externa. ¿Por qué ha de bastar con la autodeclaración para las personas trans?
- Si la ley se aprueba, las personas trans, por el simple hecho de autodeclararse tales, serán consideradas “personas con riesgo de exclusión”. Sin embargo y, por ejemplo, las mujeres que crían a sus hijos solas no reciben prestaciones simplemente por estar en esa situación, sino que, para concedérselas, se requiere que confluyan otros requisitos. Y, en ese sentido, aludía en otro artículo a Paul Preciado, Bibi Andersen o a los dos profesores universitarios que conozco: no considero que tengan más riesgos de exclusión que yo.
- Debe haber correspondencia entre la cantidad de recursos que se destina a un colectivo y el número de individuos que incluye. Así, la propuesta de ley depositada en Las Cortes prevé incentivos fiscales para la contratación de personas trans en el sector privado y una “cuota de reserva de puestos de trabajo para personas trans en el sector público”. No señala el monto de esa cuota, pero sabemos que, por ejemplo, la Comunidad autónoma de Aragón la ha fijado en el 1%. Supongamos, pues, que a nivel estatal sea similar. Veamos: según señala la Directora del Instituto de la mujer, solo el 0,1% de la población es trans. Frente a ese dato (que yo considero sobredimensionado, aunque lo doy por bueno), en España unas 3.000.000 de personas (de las que más de la mitad son mujeres) tiene discapacidad administrativamente reconocida. Suponen, pues, más de un 6% de la población, pero solo disponen un porcentaje del 3%. Resumen: el 0,1% tendría acceso, no al 0,1% sino al 1%, mientras que las mujeres con discapacidad, que son casi el 3,5%, se repartirían el 1,5%.
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las mujeres que crían a sus hijos solas no reciben prestaciones simplemente por estar en esa situación, sino que, para concedérselas, se requiere que confluyan otros requisitos.
¿Debe parecernos bien? No solo es agravio comparativo, es que sabemos que muchos colectivos de mujeres andan carentes de ayudas. ¿Cuántas cuidadoras de familiares dependientes o con necesidades especiales las reciben? ¿Cuántas de las que están absolutamente destrozadas física y mentalmente después de ocuparse durante años de otras que requieren continuos cuidados las obtienen?
Me voy a permitir ilustrar con estos datos aportados por Tasia Aránguez Sánchez, responsable de Estudios Jurídicos de la Asociación de Afectadas de Endometriosis Crónica (ADAEC): la enfermedad afecta (en diversos grados, a veces, leves, a veces, muy graves) al 10% de las mujeres. Sin embargo, en España, no existe ley que reconozca discapacidad por esta causa. Con el agravante de que las afectadas tardan una media de 8 años en ser correctamente diagnosticadas. 8 años durante los cuales, ante dolores insoportables, les dicen simplemente que tomen un analgésico y que no sean blandas… En ciertos casos, no solo los dolores sino también las hemorragias las obligan a faltar al trabajo, faltas que, al no estar diagnosticadas -como dijimos antes- generan despedidos. El porcentaje de exclusión laboral de estas mujeres es, sin duda, mucho más elevado que el de las personas trans. En ciertos casos, estas mujeres necesitan intervenciones quirúrgicas, pero ni siquiera todas las Comunidades Autónomas cuentan con médicos especialistas.
Su asociación (ADAEC) se mantiene mediante donaciones privadas (mientras que, en Reino Unido, están dotadas con un millón de libras)[1].
Sus reivindicaciones, las de ese 10% de mujeres, no se ven en banderolas ni pasquines, ni cánticos en las manifestaciones feministas. No “molan”. Nadie organiza jornadas ni debates en torno a sus problemáticas. Si fueran atacadas (con algo más que el desprecio y el duro ninguneo que actualmente sufren) no habrá “Club de fans” que las jalee o las defienda. Nadie las considera colectivo vulnerable, tampoco la administración.
Yo puedo comprender que una persona recién nombrada para un cargo político no esté al tanto de las realidades que le conciernen. Pero me sorprende que, si alguien se las recuerda, reaccione de forma negativa.
[1] Para quien desee información complementaria sobre esta y otras problemáticas, aconsejo el libro Se acabó el silencio, de Pilar Alcántara González, Tasia Aránguez Sánchez y Mari Mar Molpeceres Molpeceres.