Antes de empezar con el tema que quiero tratar hoy, me presento de forma concisa y rápida. Soy Lola Lúpez, feminista radical (podéis encontrarme en Instagram por @lola_lupez). Este es mi primer artículo en esta plataforma, pero habrá más, así que nos vamos leyendo.
Hoy quiero hablar de los piropos.
Todas las mujeres que conozco pueden subscribir la frase “un hombre, o varios, me ha dicho alguna vez, o varias, algo por la calle en relación a mi cuerpo”. Y de las muchas mujeres que no tengo el placer de conocer, estoy convencida de que la inmensa mayoría también puede suscribir esta frase.
En otras palabras: el grueso de la población femenina ha tenido que oír comentarios sobre su cuerpo por parte de los hombres, y generalmente en plena calle. Y siempre sin pedirlos.
A mi forma de ver, la única explicación ante este fenómeno (tan antiguo y extendido) es el patriarcado, que educa a los hombres en la idea de que pueden cosificar y opinar libremente sobre el cuerpo de las mujeres, y a nosotras nos educa en el sometimiento necesario para aguantar tales abusos sin rechistar.
Sin embargo, existen más intentos de explicación –incluso de justificación; analicemos algunos.
He leído, en más de un lugar, que estos piropos son la manera que tienen los hombres de cortejar a las mujeres. Igual que un pájaro que hace una exhibición de su canto o de sus plumas ante la hembra. Y me parece un intento fallido de justificación.
Mis dos perros, si dejo un filete en medio del salón y a su alcance, y antes de salir yo del cuarto y dejarles solos con el filete les digo que no lo toquen, cuando vuelva, el filete estará intacto. Pase el tiempo que pase yo fuera del cuarto, no lo van a tocar. No por falta de ganas, desde luego, ni tampoco por falta de instinto. No lo van a tocar porque tienen control y disciplina (y porque están bien alimentados, huelga decir).
Así que tratar de justificar la necesidad de opinar sobre el cuerpo de una mujer desconocida en base a la incontrolabilidad de los propios impulsos, es un burdo intento de justificación. Que un perro tenga más dominio sobre sí mismo que un hombre sobre su necesidad de opinar, ¿es algo que, de verdad, alguien se cree?
No podemos dejar fuera de esta discusión al “ego”. Cuando, sin que se me pida, yo imprimo una opinión sobre algo y la predico para que se sepa, es mi ego el que habla. Es mi necesidad de hacerme notar. Por tanto, esta “incontrolabilidad” no es otra que la incapacidad de controlar mi necesidad de atención, y se hace imponiendo esta “necesidad” por encima de la comodidad y de la dignidad ajenas. Como decía: no es justificación alguna.
También hay quien cree que es un alago, un cumplido, y que un cumplido debe aceptarse sin rechistar y con educación. Estas afirmaciones parecen basarse en la fantasiosa idea de que el hombre le hace un favor a la mujer al lanzarle un piropo. Se esconden tras eso, y cuando –como mujer- les dices que no quieres sus opiniones, te discuten. Así que lo hacen por ti, pero sin tener en cuenta tu opinión, deseo o consentimiento. En otras palabras: el piropo no es un favor hacia la mujer, es una imposición del hombre.
La realidad es que, en general, los piropos no nos gustan. Los piropos (entendidos como piropo callejero) nos hacen sentir incómodas, inseguras o incluso asustadas. Habrá, desde luego, la mujer que te diga que a ella le gustan y alaban, pero ni la excepción hace la norma, ni quiero entrar hoy en la discusión de la relación entre la educación que recibimos las mujeres y la búsqueda constante de la aprobación masculina.
Otro argumento posible en defensa del piropo (y uso “argumento” siendo muy generosa), es que también “existe al revés” –uno de los lemas más rancios y gastados del patriarcado. Los hombres violan a las mujeres: “también pasa al revés”. Los hombres matan a las mujeres: “también pasa al revés”. Y claro: los hombres piropean a las mujeres: “también pasa al revés”. Este lema puede sustituirse con el de “no todos los hombres”, por ejemplo, porque vienen a significar lo mismo: la negación del problema bajo la réplica de las escasas minorías o disidencias.
No creo que haga falta aclarar que se habla, siempre, en generalidades. Y espero que tampoco haga falta aclarar que las excepciones no conforman la regla. Que cuando se habla de cualquier otra estadística que no nazca de la lucha feminista, parece ser que el “no todos somos iguales” se vuelve innecesario. Si nunca has dicho un piropo por la calle, felicidades, pero ni merece eso un reconocimiento (el respeto a la dignidad humana de las mujeres debe ser la norma, no la excepción), ni tiene sentido alguno tanta indignación cuando no te sientes identificado con lo que se dice.
Pero evitemos entretenernos más en esto, porque los problemas del ego y del orgullo ofendido es algo que no vamos a resolver ni hoy, ni aquí.
El piropo callejero es la puntita del iceberg del machismo. O una de sus puntitas. Porque el piropo implica varias cosas. En primer lugar, la cosificación. Se evalúa el cuerpo de la mujer, y se la reduce a ello (esto es: se la cosifica). Es por eso que a los hombres les sorprende nuestro rechazo al piropo. Es decir: si la mujer es su cuerpo (porque ellos nos cosifican al evaluarnos), y, por tanto, su valor reside en su cuerpo y con el piropo le digo que su cuerpo es válido, ¿por qué debería molestarse? Pues porque, claro, no somos nuestros cuerpos. Quizás la información que estoy a punto de dar pueda parecer fuerte y rompedora, incluso atrevida, pero ahí va: muchachos, las mujeres no somos cuerpos; las mujeres somos personas.
La segunda cosa que implica el piropo es que, más allá de la cosificación, es el macho el que debe evaluarnos, el que debe darnos por válidas o no válidas. Y eso es el piropo: la aprobación del examen físico que nos hace el hombre.
Y, en tercer lugar, no puedo dejar de pensar que, con el piropo, el hombre trata de mostrarnos su poder sobre nosotras. Él puede cosificarnos, puede evaluarnos, puede opinar en público sobre nosotras, ante nosotras, y nosotras debemos callar y agradecer, o arriesgarnos a caer en el estigma de frígidas, sosas, o incluso mal educadas. Porque la mujer que no busca la aprobación continua del macho, en el patriarcado, es una mujer que está “mal educada”. Y digo “mal educada” en el sentido profundo de la expresión: la educación que trataba de hacerla sumisa y dependiente del hombre ha fallado.
Y no debemos olvidar que el piropo es la parte “positiva” de esta experiencia, pues también existe la versión donde nuestro cuerpo suspende el examen al que lo somete el hombre. Sabremos reconocer el suspenso al oír frases del estilo “fea” o “gorda”. Así que no es solo que nos chillan bobadas para alabarnos, para subir nuestra autoestima (como a veces se afirma), sino que nos chillan cosas porque, como ya he insinuado, es a ellos mismos a quienes se las chillan. Es a su propio ego a quien le chillan “eh, soy suficientemente macho como para opinar sobre las hembras sin importarme su incomodidad ni sentimientos”. Esto es: un hombre plenamente funcional al patriarcado.
Concluimos de estos hechos varias cosas. Primero: no nos chillan para alagar, ni para ofender, nos chillan cosas simplemente porque pueden.
Segundo: no es el cuerpo de la mujer el que “provoca” tan bajos instintos masculinos, sino el propio ego del hombre (como en el 100% de casos de abuso, sean verbales o físicos, la culpa es de quien abusa).
Tercero: estamos hablando de situaciones en la vía pública. Por tanto, la cosificación se convierte en la normalidad, no hay nada que esconder. Imaginemos por un momento a estos hombres en la intimidad del hogar o de la sexualidad. Si cosifican a las desconocidas y en público, ¿cómo es de esperar que se comporten con las conocidas y cercanas? Las opciones son dos, claramente: también las cosifican (con el agravante de la cercanía y acceso) o, por el contrario, solo cosifican a las mujeres desconocidas. Esta segunda opción no es mejor que la primera. La base está clara: tanto sus cercanas como el resto somos mujeres, con cuerpos de mujeres, ¿por qué esa diferencia a la hora de cosificar a unas y no a las otras? La respuesta se presenta obvia: unas son de su propiedad, y las otras no. A las de su propiedad (las que le son cercanas: madre, esposa, hermana, hija) no las cosifica, porque las envuelve en un aurea de humanidad, que nace en sí mismo. Las rodea con la humanidad digna de sí mismo, como hombre, y las deja ahí.
Y esta constante cosificiación que vivimos las mujeres, proviene del hecho de que se nos impregna de una constante sexualidad que no nace en nosotras, sino en los ojos que nos miran. Como siempre, y me repito, la culpa de cualquier abuso es del abusador; y la sexualidad que, nos dicen, desprende la abusada y que impide que el abusador se controle, nace, una vez más, en el abusador.
Este patrón de hipersexualizar el cuerpo de la mujer no escapa a ningún rincón de nuestra vida. Por ejemplo, los filtros de las redes sociales y la absurda dicotomía entre los pezones masculinos y los pezones femeninos. Y esto implica y promociona la perpetuidad de dicha hipersexualización del cuerpo de la mujer, independientemente del contexto. El cuerpo de la mujer es sexual per se, por tanto, hay que censurarlo (no así el del hombre).
Borrar a la sexualidad de contexto no solo es una absurdidez irreal, sino también una expresión patriarcal de las más antiguas. Porque no se anula siempre el contexto, sino solamente cuando hablamos del cuerpo de la mujer. Así, el cuerpo femenino es censurable ya esté desnudo y masturbándose, ya esté desnudo y durmiendo; esto nos enseña que el cuerpo femenino contiene una sexualidad implícita que tienta al hombre.
Para concluir este artículo, trataré de hacer un breve resumen.
El piropo callejero es acoso patriarcal; una opinión cosificadora que nace en el ego del hombre y que la mujer no pide oír, pero se la obliga a ello. Ante la cultura del piropo callejero (que no es otra que la cultura de la violación), solo existe una respuesta posible: acabar con estos abusos definitiva y radicalmente.