No es ‘ciudad’ para viejos

Maria Carreiro Otero
Maria Carreiro Oterohttp://www.mccl.es
Doctora arquitecta, profesora de la ETS Arquitectura de A Coruña y miembro del estudio mccl arquitectos
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Nuestro buen amigo, y vecino, Miguel R. de la Iglesia ejerce como médico en un centro de atención primaria de un barrio tradicional y periférico de la ciudad de A Coruña. Entre sus funciones está visitar a aquellos pacientes que no pueden desplazarse hasta su consultorio. Tal vez se encuentren postrados en cama, muy enfermos; o tal vez convalecientes. Sin embargo, la enfermedad de la mayoría no es otra que la vejez y la soledad. Son viejos, están solos y viven en edificios envejecidos. Carecen de fuerzas para bajar y subir las escaleras que les separan de la calle. No tienen ascensor ni medios para instalarlo y mantenerlo. Tampoco disponen de recursos para irse a una residencia, y en bastantes ocasiones tampoco quieren abandonar ‘su’ casa. Sin lugar a dudas, lo mismo acaecerá en otras zonas de nuestra ciudad.

La situación de estas personas se refleja en las estadísticas públicas. En España, uno de cada cuatro hogares está habitado por una única persona, lo que significa que del total de hogares, el 25% es unipersonal. Y prácticamente, en la mitad de ellos residen personas con más de 65 años; de las cuales, tres de cada cuatro, son mujeres. Por cierto, la población española que superaba esa edad en 2019 era del 19,40 %. Una situación que marca tendencia, o al menos la marcaba hasta el coronavirus: las estimaciones de la OMS establecen que, para 2050, las personas mayores de 60 años representarán el 22% de los habitantes del planeta.

Salvo en aquellos casos de total incapacidad, la vida en casa parece una solución deseable también en la vejez. De hecho, numerosos estudios han constatado que el 96% de las personas mayores elige envejecer en su casa de modo independiente. Donde han vivido siempre. Donde son -somos- el rey o la reina, así sea una choza o un palacio. Los inconvenientes se producen cuando la ‘choza-palacio’ es fría y no se puede pagar la calefacción; cuando hacer la comida para uno solo es una pesadez, y existe malnutrición; cuando no se entiende la lavadora y la plancha es un arma peligrosa; cuando las piernas no responden con la agilidad requerida, e ir a la compra o al médico es una odisea; cuando no se puede hacer la cama, ni asearse, ni limpiar el polvo. Cuando la ‘choza-palacio’ se convierte en una jaula. Sin embargo, la cabeza se mantiene lúcida y uno quiere estar en el lugar de siempre, o muy cerca, en el mismo barrio. Cerca de las caras conocidas. Quiere decidir si se levanta o se acuesta; si toma una manzanilla o una menta; si enciende la televisión o la radio. O si mira por la ventana. O si no mira.

Las ventajas de continuar la vida hasta el final en el propio hogar no son baladíes: las personas se desenvuelven con autonomía en su entorno; evitan la sensación de desarraigo; se alejan de los trastornos psicológicos vinculados al ingreso en un centro residencial; se solidarizan al vincularse a otras personas en idéntica situación; socializan mediante la convivencia intergeneracional; integran a las personas cuidadoras, e incluso, conjuntamente con su vivienda, se convierten en un recurso social y económico ante las carencias de otras personas.
Pero, el problema de la vejez se soluciona, aparentemente, desde las administraciones públicas, las fundaciones benéficas, o también por los inversores privados construyendo ‘residencias de ancianos’. El término dulcifica la estigmatizada palabra ‘asilo’, sinónimo de pobreza y de abandono.

¿No son las residencias, acaso, una buena opción? ¿No proporcionan unas mejores condiciones de vida que la vivienda? ¿No solucionan el problema común de las familias de no tener recursos o medios para atender a sus viejos? Sí, claro. Tal como se lo solucionaba a la familia de Irma, una de las protagonistas de la Trilogía de Helsinki, serie escrita por Minna Lindgren: “[los hijos y nietos de Irma] habían vendido su piso en el barrio de Toolo y la habían metido en un apartamento de la residencia sin consultarle nada […] en un geriátrico estaba segura, y con todo lo que tenían que hacer en el trabajo, no necesitaban preocuparse de si Irma se había acordado de levantarse y tomar su medicina”.
Ciertamente, el traslado a una residencia es a veces inevitable, y hasta deseable. Semeja una solución económica para las arcas del Estado, y por ende, de la ciudadanía, que las financiamos vía impuestos, o en el caso de la privadas, vía pago directo. No obstante, el coronavirus ha revelado las deficiencias del sistema, de la inhumanidad de concentrar a personas en residencias, olvidando, u omitiendo, otras alternativas, tanto o más eficaces y económicas, que incorporan mecanismos de sostenibilidad y estímulo de la actividad urbana. Requieren, eso sí, una cierta creatividad en la gestión y la administración. Menos burocracia y más responsabilidad. Menos papeles y despachos, y más estar en el día a día.

el coronavirus ha revelado las deficiencias del sistema, de la inhumanidad de concentrar a personas en residencias, olvidando, u omitiendo, otras alternativas,

Por supuesto, también demandan compromiso. Que la administración en cualquiera de sus niveles intervenga en las situaciones de necesidad, arreglando edificios y viviendas, o estableciendo convenios con el sector privado, mejorando la confortabilidad de las viviendas, dotándolas de ascensor, a cambio de hacerse con la propiedad, por ejemplo, cuando los propietarios fallezcan. Que se organice una asistencia domiciliaria adecuada, con comedores colectivos por barrios, o por manzanas, para los ancianos que viven en soledad; con zonas comunes de lavandería, y de plancha… Una forma de reactivar las plantas bajas, los locales cerrados…
Todo parece indicar que cuando esta pesadilla del coronavirus acabe, la vida no volverá a ser como antes. Nos está ofreciendo la oportunidad de reinventarnos, explorando posibilidades que hasta ahora no contemplábamos, pensando que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. Ahora todos somos viejos y, en cierto modo, estamos solos. La ciudad que hemos construido no es para viejos, del mismo modo que el país del sheriff Ed Tom Bell, de la novela de Cormac McCarthy, tampoco era un país para viejos.

 

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