Entendido de manera muy general, ese ancestral rictus patriarcal que es el autoritarismo es una querencia que subyace a todo ejercicio de poder. Aunque suele aplicarse preferentemente a Estados e ideologías, sus trazas podrían considerarse brotando siempre que un poder sea ejercido sin divisiones ni restricciones, sin control.
Algo muy sutil en teoría democrática, que subyace implícito tal vez en nuestra consciencia colectiva, o quizás ni eso, pero que raramente explicitamos y desde luego casi nunca materializamos en comportamientos colectivos efectivos, es que el poder soberano reside en el pueblo. Es verdad, parece evidente, una tautología, pero si observamos la realidad de nuestras últimas décadas lo que se nos muestra como obvio es que no es una verdad tan asentada, sino una de esas verdades que tenemos que proteger y cuidar, después de tomar íntima consciencia de ella, pues si no será sustituida por un relato alternativo que la enterrará; y nos costará trabajo encontrarla en su sepultura.
Que la soberanía reside en el pueblo implica que el sujeto político colectivo así llamado, pueblo, es el encargado de autogobernarse. Lo hace, en eso que llamamos democracia, delegando poderes a estructuras más o menos diversas –idealmente repartidas en la mítica división de poderes- que gestionan el autogobierno a través de la macroestructura del Estado. Esa mecánica democrática no implica de ninguna forma, no deberíamos olvidar que no implica, que el pueblo confiere a esa macroestructura delegada un poder total (totalitario) sobre el ejercicio del gobierno, ni mucho menos que haya una traslación de la soberanía: de nuevo idealmente, el pueblo es quien se autogobierna, y por tanto el sujeto político que conserva la soberanía sobre las decisiones, por tanto los poderes.
Lo que se nos dice es que el pueblo ejerce su soberanía cada cuatro años eligiendo a esos poderes delegados –alguno de ellos vía representación-, y a partir de ahí los poderes delegados ejercen la gobernabilidad a través del aparato del Estado. Sin embargo, ocurre que esa delegación de poderes a través de la representatividad del voto no la hemos afinado todavía lo suficiente para que contemple la fiscalización por parte del sujeto de soberanía, el pueblo, de cómo se están administrando los poderes que han delegado. Ni mucho menos la votación en urnas cada cuatro años es suficiente, porque esa práctica lo único que logra es iterar la oligarquía, es decir, cambiar la identidad del grupo –uno o varios partidos políticos- que está ejerciendo el poder delegado en cada período de cuatro años, pero sin llegarse a articular en ningún momento la presencia del pueblo en la toma de decisiones sobre su propio bienestar; y lo que es todavía más grave, enquistándose en el sistema de gobierno la perversión de que pueden administrarse los poderes del pueblo soberano de espaldas, cuando no directamente en contra, del bienestar de ese pueblo soberano para beneficiar intereses de minorías oligárquicas.
Todo este preámbulo conceptual viene a cuento porque, tratando como trata de conceptos supuestamente de democracia básica, los hemos puesto en práctica tan mínimamente a lo largo de las últimas décadas, e incluso los hemos contravenido tan sistemáticamente, que pudiera parecer que son un ideal imposible, una ensoñación. Si el poder soberano reside en el pueblo como sujeto político, tal como recoge esa norma fundamental (<<La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado>>, art. 1.2 Constitución Española) a la que los poderes públicos que ostentan el poder delegado no se cansan nunca de apelar para defender medidas de gobierno muy a menudo alejadas del interés general, el primero al que debería ser obligatorio por el pueblo someter a fiscalización es al Estado, porque es al que ha otorgado los poderes de gestión de la cosa pública. Repitamos que ese otorgamiento no involucra en ningún momento desistimiento o cesión de poderes, sino delegación mediante la rendición de cuentas. O nos hemos olvidado de esto tan básico, o nunca tuvimos oportunidad de ponerlo en práctica. La historia reciente nos informa tercamente de lo segundo, pues llueve sobre mojado respecto a prácticas de gobierno en el Estado que no parecen estar conducidas, preferentemente, por mantener el bienestar del pueblo. Y el pueblo somos todos, no sólo unos pocos detentadores y administradores de privilegios.
Alejándonos de disquisiciones estériles que muchas veces conducen a la nebulosa, la función esencial de un Estado, y de los poderes públicos delegados por el pueblo en ese Estado, podría resumirse en dos líneas de la misma premisa: proteger a la población vulnerable afectada por cualquiera de las expresiones individuales o sociales de esas vulnerabilidades, buscando que esa población tenga garantizados el bienestar, el ejercicio de las libertades, y la igualdad de oportunidades; y en derivación de lo anterior, promover las condiciones, el terreno de juego, para el progreso del pueblo, por tanto buscar el incremento de las cotas de bienestar de la población. Cualquier poder público delegado por el pueblo al Estado que no se esté dedicando a eso, lo estará a otra cosa, que seguro irá en contra de los intereses del pueblo y probablemente en pos de privilegiar a minorías que incrementan la vulnerabilidad de quienes están desfavorecidos.
Por tanto, no se trata aquí, ni mucho menos, de reivindicar menos Estado, ni de relacionarse con el Estado como una entidad sospechosa de privar a los individuos de sus derechos, ambas componentes narrativas de actitudes neoliberales que, precisamente, desprecian a los menos favorecidos. No es cuestión tampoco de debilitar al Estado ni a lo público, sino de convertir lo público en una expresión al servicio del pueblo a través del Estado. La pretensión es, por tanto, clarificar un plano de corresponsabilidad entre el pueblo como tenedor de la soberanía y el Estado como instrumento delegado a través de la cual se ejerce esa soberanía, enfocando con rotundidad ontológica esa corresponsabilidad a la misión de promover la libertad, el bienestar y el progreso del pueblo como actor político, garantizándose precisamente que el pueblo estará imbricado en un espacio común de convivencia bajo salvaguarda de intereses torticeros, y que las decisiones sobre lo común no se adoptan a privilegio de unos pocos sino para el crecimiento de la sociedad como expresión colectiva de la voluntad popular.
Con este trasfondo de desidia democrática y a poco que nos descuidemos, las secuelas más profundas del Covid-19 no quedarán en la salud pública sino en la salud democrática. La democracia y la libertad de la ciudadanía son condiciones sistémicas que siempre han mostrando una extrema sensibilidad ante el miedo. La seguridad, como una especie de alter-ego de la libertad, una clase de antihéroe que tiene la tentación de autoconvocarse a filas para proteger a la libertad de sí misma en tiempos de incertidumbre y miedo, es siempre un instrumento de doble filo que necesita un certero ajuste fino para mantenerse de lado de la garantía de los derechos y libertades públicas y no decantarse hacia su represión.
Tras un período de reacciones más o menos descompasadas en la cronología dependiendo de los países, invariablemente las medidas adoptadas por todos los gobiernos de las denominadas “democracias” han ido convergiendo hacia el confinamiento de la población, la restricción de las libertades públicas, y el uso de la fuerza coercitiva y punitiva para reprimir a la ciudadanía. Es decir, la respuesta ante el Covid-19 viene marcada fundamentalmente por un visible sesgo autoritario. Y en línea con el paulatino deterioro de la conciencia democrática que, entre otras cuestiones, el control de la información durante el siglo XXI ha venido inoculando desde hace un par de décadas, la mayoría de la población no sólo no exige la articulación de medidas de enfrentamiento de la pandemia que sean respetuosas con los derechos fundamentales y las libertades públicas, sino que aplaude entusiastamente todo el grueso aparato de control que pretende controlar la expansión del Covid-19 con la vocación autoritaria de tratar al ciudadano como un agente infeccioso.
Después de un momento de desconcierto e inacción, la mayoría de los gobiernos parecen haberse puesto de acuerdo en decantarse por la opción represiva y autoritaria de anular derechos y libertades públicas. Han sido promulgados estados de alarma y excepción, clausuradas actividades económicas privadas, e impedida la libertad de movimientos de la ciudadanía. El razonamiento motivador para todo esto es garantizar que los recursos asistenciales de la sanidad pública sean capaces de responder, sin saturarse, al incremento de la curva de infecciones y de las consiguientes demandas de tratamiento. De ahí que se haya instalado el mantra de «aplanar la curva», es decir, de lograr que la curva de infectados no crezca más que la capacidad de los recursos sanitarios para absorberla.
Las medidas contra el Covid-19 no han tenido como principio rector la protección de la salud garantizando las libertades públicas, sino la protección de la integridad del sistema a costa de las libertades públicas. Proteger la integridad de la superestructura del sistema en detrimento de la libertad siempre ha sido un rictus de autoritarismo sobre el que los pueblos han tenido poco margen de maniobra para fiscalizar.
Es cierto, la mayoría de las personas que dan la bienvenida a las medidas de represión de la población y a la intervención administrativa total sobre las actividades privadas lo hacen de buena fe, movidas por la preocupación por su salud y por el sano sentimiento de protegerse a sí mismos y a los demás de un contagio. No está en cuestión el miedo de la población. Ese miedo es genuino, y además está bien alimentado por toda la infoxicación circulante. Sin embargo, si la salud democrática de nuestras instituciones no estuviera tan deteriorada, ese miedo genuino no sería aprovechado para la represión, sino precisamente para la solidaridad; no sería instrumentado para anular derechos y libertades, sino para aplicar el libre ejercicio de esos derechos en la creación de redes de cuidado y protección colectivos.
Tampoco se trata de plantear una enmienda al actual Gobierno de España en este momento, como están haciendo muchos para instrumentar, torticeramente, la crisis a modo de vector de desgaste sectario y partidista contra los clanes ahora representados en los partidos políticos que ejercen la gobernabilidad, ataques que provienen tanto desde la derecha o ultraderecha como desde tribus de la izquierda. En realidad, el gobierno está reproduciendo, básicamente, la estrategia de control autoritario que están implantando todo el resto de gobiernos a peligrosa semejanza de un país que no sólo ignora sino también repudia la democracia, como China. Lo que proponemos es una reflexión que casi tiene que ver más con cuestiones casi filosóficas sobre la naturaleza y sensibilidad del Estado, que con las medidas que contra el Covid-19 hubiera adoptado cualquier gobierno de turno. Es decir, y a riesgo de repetirnos, cualquier respuesta inicial debería haberse dejado conducir por ese principio rector que hace a un Estado verdadero instrumento de la soberanía popular: proteger a las personas vulnerables, y desde ahí facilitar las condiciones para el progreso del colectivo.
No es pretensión arrogarnos la capacidad de tener la respuesta sobre cuál habría sido el mejor modelo de gestión a desplegar para contener el Covid-19, pero sí subrayar que el control de la población por parte de las autoridades gubernativas no parece ser el enfoque más respetuoso, quizás digamos más armónico, con los derechos y libertades públicas y, sobre todo, con el mandato de establecer protección sobre los colectivos más desfavorecidos: los socialmente más deprimidos, no sólo los más vulnerables en términos de salud.
Sin entrar en detalles y a los solos efectos ilustrativos: conociendo que el contagio se produce por contacto de proximidad, parece igual de eficiente en términos preventivos dotar a la población de mascarillas y guantes protectores, y articular protocolos de distancias de seguridad en las actividades públicas y colectivas, que obligar a las personas a permanecer confinadas en sus domicilios, cerrando por decreto negocios, y cercenando derechos de movimiento. Con la salvedad de que el primer conjunto de medidas es respetuoso con la soberanía del ciudadano y le empodera en su responsabilidad, y el segundo conjunto de medidas es una reacción autocrática y populista que transmuta a las Administraciones Públicas de garantes de las libertades públicas a sus incipientes depredadores.
Ha discurrido todo muy rápido y prácticamente ni siquiera se han arbitrado alternativas. Es como si la opción china del “control de la población” se hubiera inoculado casi de modo instintivo, lo cual nos dice que en efecto debemos albergar series preocupaciones respecto de nuestra salud democrática. Por doquier y sin prácticamente contestación, se ha impuesto este modelo de control poblacional, con las ciudades convertidas en gigantescos campos de concentración regidos por el confinamiento. Ese modelo está llamado a proteger a la superestructuras pero, al igual que el rescate con dinero público a las empresas financieras en 2008, a costa del deterioro de las condiciones de vida de las clases populares y más desfavorecidas, ésas que pagan impuestos para ser las primeras que quedan confinadas en casas que inmediatamente perderán al dejar de recibir los mileuristas sueldos de trabajos, ya de por sí inestables que igualmente se precarizarán aún más tras expedientes de regulación de empleo impuestos por medidas administrativas coercitivas.
Entiéndase bien: no es cuestión de no articular medidas de prevención del contagio, ni siquiera de que la población se confine en sus domicilios. Lo que se postula es que, en un cuerpo colectivo donde la soberanía reside en el pueblo, el pueblo es corresponsable, no es gobernado sino que se autogobierna por delegación, y por tanto no puede ser considerado sujeto de represión por las administraciones que ostentan el poder delegado, sino que debería ser –el pueblo- parte del tejido de su autogobierno en la gestión de la crisis.
Expresado más en concreto: en un escenario de pueblo soberano corresponsable, sobre la anulación por decreto de derechos fundamentales como la libertad de movimientos debería haber prevalecido la articulación de una conducta colectiva de mantenimiento de la distancia de seguridad y de mecanismos de protección y cuidado; sobre la clausura por decreto de todo tipo de actividades privadas que garantizan el sustento a millones de familias de ese pueblo, debería haber primado el diseño inteligente de esquemas de rotación en los lugares de trabajo para implantar protocolos de distancia de seguridad y protección; sobre unas Fuerzas de Seguridad que persiguen al pueblo como sospechoso de transgresión de una autoridad por decreto y lo sancionan abriendo más la herida del sufrimiento económico del que las élites se libran, cabría pensar en esas mismas Fuerzas como tejido de soporte y solidaridad a la comunidad, labor que es evidente que ya vienen desempeñando parcialmente.
La mayoría de los análisis en circulación, tanto de los efectuados desde el prisma del capitalismo financiero más obtuso como los llevados a cabo desde ópticas de justicia social, están de acuerdo en diagnosticar que la consecuencia más evidente del Covid-19, aparte la más dura que toca directamente a las personas fallecidas y a las enfermas de gravedad, será la precarización del tejido población ya en sí mismo desfavorecido. Por tanto, sabemos a ciencia cierta que la postcrisis del Covid-19 golpeará principalmente a las mujeres.
Llueve sobre mojado en algunas décadas de deterioro de la democracia para la mayoría de la población y en creación de élites y clases privilegiadas que, lejos de necesitar a esas democracias, se están convirtiendo en sus propietarios. Antes de Marx era la propiedad de los medios de producción, posteriormente del capital financiero, ahora de la información… y nos encaminamos peligrosamente a una democracia que no sea más que un producto de temporada que se vende al peso cuando las coyunturas de sus propietarios así lo sugieren. Esperemos no tener que lamentarnos en los diez siguientes dando por supuesta una democracia que se nos puede desvanecer entre las conciencias a golpe de aparentes desahogos en unas plataformas digitales gestionadas por grandes tenedores privados de información ajenos a todo control democrático, en donde se definen miedos y realidades, en donde los gobiernos decretan estados de confinamiento y suspensión de derechos fundamentales para convertir la precariedad en trending topic.