La pornografía constituye una forma clara de violencia contra las mujeres, además de una forma de propaganda de esta violencia. En el porno podemos encontrar la descripción gráfica de tortura sexual y en su uso hallamos un ejemplo perfecto de disfrute masculino a través del abuso de poder y brutalidad que los hombres ejercen contra las mujeres en el ámbito de la sexualidad.
Para poder hacer un análisis feminista radical de la pornografía hay que analizar, a su vez, el género desde una perspectiva feminista radical:
El género es la herramienta educacional que somete a las mujeres a una posición social de subordinación para con los hombres, y esto resulta imprescindible para poder generar imágenes gráficas de violaciones, que serán consideradas después como una fuente de placer masculino. La sexualización de la violencia contra las mujeres parte de que se las considere usables, “violables”; y esta cosificación y deshumanización parte de que se nos considera inferiores.
Pero esta relación de género y pornografía no solamente repercute en la sexualidad que los hombres heterosexuales después trasladarán a sus parejas sexuales mujeres, dando rienda suelta a lo que les ha enseñado la escuela de la violación. Y es que la simbiosis pornografía-género llega a ser tan fuerte que transforma la feminidad en un valor a adquirir por parte de los hombres.
¿Qué significa esto? Así como la pornografía sexualiza las relaciones de poder, es decir, el género, esos status de dominación y sumisión que son la masculinidad y la feminidad, respectivamente, también son pornificados. Y los hombres están tan envueltos en la cultura de la pornografía que se embeben en estos valores hasta el punto de llegar a personificarlos. Y, aunque pareciera contradictorio, su objetivo es hacerse con ambos papeles.
El concepto de “identidad de género” y la idea de la “transición” como mera posibilidad son un ejemplo perfecto de esta enraizada unión. Es más, un hombre que pretende ser mujer solo lo puede hacer a través del valor de la feminidad que pretende adquirir, pero este intento de usurpación del “ser mujer” no podría ser a su vez más masculino.
Los hombres siempre han querido hacerse con el cuerpo de las mujeres para poder controlar su sexualidad y potencial reproductivo. Y desde el año 1931, en que se realizó la primera cirugía de reasignación de sexo (que ya, de por sí, es un oxímoron, porque el sexo no asigna, y tampoco se puede reasignar, porque una cirugía estética en ningún momento supone un cambio real en el sexo de una persona) los hombres han intentado hacerse con lo que ellos conciben que somos las mujeres, desde los aspectos más estéticos y estereotipados de lo femenino (manierismos, forma de vestir, agudización de la voz…) hasta los procesos más propios de las mujeres como hembras humanas adultas (la menstruación, la gestación, el parto), buscando incluso un trasplante de útero.
Esto no es nada nuevo, ni proviene de las ideas posmodernas heredadas de la teoría Queer. Es que la teoría Queer es la herencia que nos ha dejado el sexismo más rancio y el patriarcado más arcaico que ha hecho creer a los hombres que tienen el poder incluso de SER nosotras. No les bastaba con hacerse con nosotras a través de las instituciones patriarcales, como el matrimonio, y de las formas de violencia expresas contra nosotras, como son la violencia de género y la violencia sexual. Su batalla por conquistar y dominar los cuerpos de las mujeres va más allá y alcanza el absurdo cuando pretenden conseguir algo imposible, como es el “cambio de sexo”.
están educando a las mujeres en que su cuerpo no les pertenece a ellas, sino a los hombres.
Pero este sin sentido que reporta la ideología del transexualismo se ha institucionalizado sin parangón, hasta el punto de que tenemos una ley trans de 2007, aquí en España, que normaliza la idea de que el sexo se pueda cambiar, y justifica que una cirugía estética y la hormonación dé un pase a los hombres a los espacios de las mujeres y a nuestro estatus legal, hasta el punto de que se les aplican nuestros derechos basados en el sexo.
Y, por supuesto, aquí el porno no deja de ser un pilar y una consecuencia lógica de esta institucionalización. Para empezar, porque esas cirugías estéticas están basadas en la imagen pornificada de la mujer, y porque el objetivo de las mismas es la consecución y promoción del canon de belleza patriarcal. Porque estas intervenciones, pagadas con dinero público, normalizan el hecho de que para ser una mujer hay que implantarse unas bolas de silicona de una talla 100, ponerse implantes en el glúteo y crear una vulva absolutamente infantil que encaje con la norma del ser mujer según el patriarcado.
Y, para continuar, porque el lobby prostituyente está estrechamente ligado con el lobby trans. Solo hace falta ver cómo, para buscar un espejismo de diversidad, Ada Colau invita a grupos pro-explotación sexual al balcón Consistorial, con un hombre que se dice mujer como marca publicitaria. Si el porno es la propaganda de la prostitución, “lo trans” es la propaganda del género.
El porno ha formalizado estos estándares tanto físicos como psicológicos de cómo tiene que ser una mujer, y la transexualidad no deja de ser un recuerdo de estos mismos. Ahora los hombres nos inculcan, incluso a través de sus cuerpos, cómo tienen que ser los nuestros. De hecho, no han tardado en copar espacios y medios a través de los cuales monitorizan nuestra sexualidad, sea renombrando nuestras vaginas como “agujero delantero” hasta explicándoles a las lesbianas cómo practicar sexo con sus penes femeninos, si es que no han querido quitárselo.
Vamos, que están haciendo lo que el porno ha hecho siempre: educar a las mujeres en que su cuerpo no les pertenece a ellas, sino a los hombres.