La resistencia íntima

Juan Francisco Hernandez
Juan Francisco Hernandez
Escritor, fotógrafo y profesor de la Universidad de Lovaina, Bélgica
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Un pequeño cuarto. Ocho metros cuadrados dentro del Hotel Villa del Parque, una pensión ubicada en Villa Santa Rita, un barrio de clase media de Buenos Aires. Las paredes, de color rosa pálido, se decoloran aún más bajo la incandescente luz artificial. Una sola ventana, horizontal y angosta, el vidrio cuarteado y cubierto de pátina, con vista al sucio muro de un cubo interior. Sobre un escritorio, algunos objetos apilados. Sobre una cama estrecha, hay una prenda de niño y un peluche. Con estos dos últimos duerme cada noche. Le ayudan a sentirse más cerca. Dentro de algunos días se volverá a mudar a un sitio más económico y más próximo al lugar donde ensaya música reggae.

Cada mañana escucha hipar a la cafetera mientas se prepara una taza dentro de este mismo cuarto. Después de beberlo, sale a la calle. Al principio se sentía extraña en este país. No había muchos negros caminando por ahí. La gente se le quedaba mirando. Algunos sólo trataban de adivinar el significado de sus tatuajes: códigos de su historia, algunos símbolos de su identidad, de su esperanza y de la feroz lucha que ha emprendido por recuperar a sus hijos.

La tarde del 31 de mayo de 2019, Michelle Youayou se dirigía al sitio que se convertiría en su próximo escondite. No quería seguir viviendo con aquella mujer que, aprovechando su situación de prófuga, la trataba como si fuera su esclava. Durante el trayecto se detuvo de compras. Al salir de la tienda notó que una mujer la seguía. Se detuvo para averiguar qué buscaba. La mujer le preguntó la ubicación de la tienda. Ella le explicó el camino que debía seguir y la mujer se dirigió hacia allá. Al llegar a la casa donde se estaba quedando, encontró nerviosos e inquietos a sus dos hijos, Mathys, de diez años, y Maxime, de siete. Decidió llevarlos a pasear al Parque Lezama. Antes de salir, se aseguró de colocarles una gorra sobre sus cabezas y de usar ella misma una peluca.

Afuera sintieron un poco de frío pero ella no se preocupó por abrigarlos, después de todo, sólo será un breve paseo.

Doscientos metros antes de llegar al parque escuchó que alguien la llamaba por su nombre verdadero (en Argentina ella se hacía llamar Ángela y, sus hijos, Leo y Steeve). En ese instante tuvo la certeza de que su fuga había terminado. Enseguida, un grupo numeroso de agentes de la Policía Federal Argentina y de la Interpol se abalanzó bruscamente sobre ellos.

Michelle se mantuvo serena mientras era esposada. Mathys y Maxime gritaban.

—¿Irás a la cárcel? —le preguntó Mathys a su madre.

—Sí, cariño.

Lo único que ella pidió a los agentes es que fueran a buscar chaquetas para sus hijos. Los agentes sentaron a los niños en el suelo. Ella se aproximó. Se puso en cuclillas y empezó a cantarles. Los niños dejaron de llorar.

—Cuida a tu hermano —pidió a Mathys. No olvides todo por lo que hemos pasado. Tampoco olvides por qué tendremos que estar separados durante algún

tiempo.

Entre los agentes de la policía, Michelle alcanzó a reconocer a la mujer que la

siguió aquella tarde después de ir a la tienda.

—¡Estabas en esto! —le reclamó.

La agente se acercó a ella y se disculpó. Más tarde, Michelle se preguntó si no habría sido aquella mujer, con la que vivía, la misma en denunciarla.


He decidido comenzar a narrar esta historia por el episodio anterior pero, en realidad, esta historia comenzó mucho tiempo atrás, durante algún mes del helado invierno de 2001, cuando Michelle tenía veintidós años, vivía sola, trabajaba como secretaria para un gabinete médico de París y esperaba un tren en el andén de la estación Juvisy-sur-Orge, en la Île-de-France. El retraso del tren provocó un encuentro entre Michelle y un hombre blanco, mucho mayor que ella, que le hizo conversación. Casi de inmediato Michelle se sintió atraída por la personalidad y el buen humor del desconocido.

En el vagón del tren conversaron y, por un instante, ella se sintió incómoda con él. Una vez que el tren se detuvo en la estación donde el hombre tenía que bajar, le entregó a ella una tarjeta de presentación, se despidió y bajó del tren. Por la tarjeta supo que el hombre era ingeniero en sistemas y que se llamaba Didier Tabouillot. Algunos días después, ella le llamó por teléfono. La secretaria de aquel hombre le

informó que había salido y, por el momento, todo quedó en el olvido. No volvió a llamarle ni a saber de él durante los próximos cinco años. Todavía hoy intenta comprender qué fue lo que le causó tanta curiosidad de aquel encuentro, a pesar del instante de perturbación que le provocó.

En algún momento del invierno de 2006 volvieron a encontrarse en la misma estación. Esta vez él no estaba solo, sino que iba acompañado de una tímida y callada joven africana, a la que presentó como su nueva esposa. Michelle ahora tenía veintisiete años y él cuarenta y cuatro. De casualidad ahora vivían en el mismo barrio, de manera que, a partir de ese día, empezaron a encontrarse en los conciertos que organizaba la comuna de Viry-Châtillon. Él comenzó a buscarla con insistencia. Después de algún tiempo, Michelle aceptó verlo a solas y no tardó en convertirse en su confidente. Él le hablaba de los problemas que tenía con su joven esposa africana y de lo infeliz que había sido con su primera mujer. A Michelle él le parecía un hombre misterioso, ambiguo e inaccesible. Una especie de Calimero, el pollito negro de los dibujos animados que vive en una familia de pollitos amarillos. Lo consideraba generoso, inteligente y culto. Le gustaba que, con su voz suave y conciliadora, no sólo la escuchara, sino que la aconsejara. Lentamente, ella fue dejando a un lado la suspicacia y a confiarle también sus problemas. A finales de 2007, el matrimonio de Didier Tabouillot ya había finalizado y, cuando ella se dio cuenta, ya estaban en una relación. Le atraía la idea de formar una familia, de tener a su lado a un hombre cariñoso y protector y de llevar una vida estable.

En esa época Didier Tabouillot comenzó a mostrar facetas oscuras de su personalidad. En el corto tiempo que llevaban juntos había perdido gran parte del carisma y del buen humor que había mostrado la primera vez que lo conoció y se había convertido en un hombre taciturno, insistente e intrusivo. A finales de 2008, Michelle quedó embarazada y se mudó a vivir con él. Lo primero que él le exigió fue que dejara de trabajar y se dedicara de tiempo completo a las actividades del hogar. Como es de suponerse, ella empezó a perder autonomía. Su marido, como ella le consideraba, a pesar de que no estuviesen casados, le exigía que fuese impecable en las labores domésticas. En 2009 nació Mathys.

En privado, Didier Tabouillot la trataba como a una prostituta y la obligaba a cumplir sus fantasías sexuales. En público se mostraba amable, generoso y tolerante. Él se esmeraba en cuidar la relación con la familia de Michelle, especialmente con su padre. En 2012 nació su segundo hijo, Maxime.

 


Michelle Youayou nació en 1979, en Costa de Marfil, uno de los epicentros de la pobreza mundial. No sabe cómo se conocieron sus padres. Tampoco sabe cuánto tiempo permanecieron juntos, sólo sabe que llevaron una relación apasionada y violenta y que su madre se acabó hartando de la infidelidades de su marido. Cuando Michelle era muy pequeña, su padre se fue a vivir a Francia, con el propósito de probar suerte en el fútbol galo, donde nunca llegó a brillar como lo había hecho en su país. Su padre tuvo hijos con diferentes mujeres. Con el tiempo, Michelle fue conociendo a algunos de sus hermanos. Michelle vivió con su madre hasta los nueve años. Pero su madre no era capaz de hacerse cargo de ella y la dejaba al cuidado de otras personas. Michelle pasó esos primeros años vagando de un hogar provisional a otro.

A los seis años un tío materno la violó. A los ocho años, volvió a ser violada, dos veces, por el mismo tío o por alguien más que no alcanzó a reconocer. En 1989, con nueve años y por intervención de su tía Marie-Jeanne, Michelle abandonó Costa de Marfil y se fue a vivir con su padre, su madrastra y sus hermanastras a París. Supuestamente, aquello supondría una gran oportunidad para una niña africana que había pasado su infancia en la precariedad. Sin embargo, su madrastra, una mujer violenta y cruel, le hizo la vida imposible. Aquello provocó que un juez la enviase a vivir bajo el cuidado de la Agencia de Bienestar Infantil del Estado francés, una institución burocrática y corrupta, donde los abusos están a la orden del día. Vivió en ese sitio acompañada de niños huérfanos y abandonados (Les Pupilles de l’État), hasta que cumpliese la mayoría de edad. Después de sufrir toda esa brutalidad, indefensión y soledad, por fin comenzó a ser independiente y a soñar con todo lo que fantasea cualquier chica de su edad. Más adelante, cegada por la idea de llevar una vida estable, soportó los maltratos que recibía de su marido. Se decía lo mismo que se dicen muchas mujeres que están en su misma situación: que ella lo ayudaría a cambiar. Que un día las cosas estarían mejor y que la desgracia era solo algo pasajero.

En 2014 Mathys, su hijo mayor, le habló por primera vez de los «juegos de bañera» que su padre tenía con ellos (Mathys ahora tenía cinco años y Maxime, dos).

—Papa me metió el dedo en el culo.

—¿Qué? ¿Que Papá te hizo qué?

Michelle le pidió a su hijo que se inclinara y le permitiese revisar sus partes íntimas, quería asegurarse que su cuerpo no tuviese daños.

—También nos enseña cómo dar besos con la lengua o nos pide que le mostremos el trasero mientras nos lavamos los dientes.

—¿Qué más? —preguntó Michelle, pasmada. Sin creer en lo que estaba escuchando.

—Nos pone algunos videos, donde salen personas desnudas y nos obliga a abrir los ojos cuando los cerramos.

—¿También lo hace con Maxime?

—Sí, y, cuando tú no estás, lo mete en la cama y le toca el cuerpo.

—¿Qué parte del cuerpo? ¿Las partes íntimas?

—Sí.

Tras las palabras de su hijo, Michelle se derrumbó. ¿Lo que el niño le decía era verdad? ¿Desde cuándo había estado ocurriendo? Estas preguntas volvían a ella una y otra vez. En cuanto su marido regresó del trabajo, decidió encararlo. Él lo negó todo y le aseguró que Mathys era un niño muy imaginativo y que se lo había inventado todo. Michelle tardó un mes en hablarlo con alguien. No podía creer que el hombre con el que vivía fuese capaz de hacer algo tan repugnante. Por el momento, la única persona con la que Michelle habló sobre el tema fue con su amiga, Hélène. Su amiga decidió ayudarla. Michelle y sus dos niños se fueron a su casa durante algunos días. Al menos, hasta que Michelle fuese capaz de pensar con claridad y decidiera el curso de acción que iba a tomar. Desde el principio, Didier Tabouillot fue buscar a Michelle para pedirle que volvieran a casa. Siguió afirmando que aquello nunca había sucedido y le insistió para que arreglaran las cosas. En algún momento, ella pensó que Mathys no tendría por qué mentir sobre algo como eso y decidió denunciar al padre de sus hijos con las autoridades. Eso lo enfureció.

«Dijiste que lo que pasó fue un sueño, ¿verdad?», le dijo Didier Tabouillot a su hijo un día. Lo que al principio sonaba a un ruego para que ella volviera, después se convirtió en un tenaz hostigamiento. Le salía al encuentro en la calle. En una ocasión, él la obligó a llevarle a sus hijos en su cumpleaños y lloró frente a ellos. Después le pidió perdón por haberla seguido. Empezó a acompañarla al psicólogo de sus hijos y a victimizarse frente al profesional.

Durante dos años, Michelle estuvo involucrando a las autoridades y a algunas

asociaciones civiles. Dos especialistas escucharon a Mathys y confirmaron su historia. El primero no quiso informarlo a los tribunales. El segundo, argumentando que los niños no parecían estar traumatizados y que decían amar a su padre, concluyó que los abusos no habían ocurrido. En su opinión, todo el asunto se trataba de una mujer inestable que había interpretado equivocadamente las palabras de su hijo. Unos investigadores de la policía advirtieron a Michelle que, de seguir actuando de esa manera, terminaría por perder la custodia de sus hijos.

El caso fue trasladado a la jefatura de policía de Juvisy. Durante la primera audiencia, Michelle estaba agotada y no consiguió expresarse con claridad frente al juez. La asesoría de su abogado era ineficiente. La estrategia legal del abogado de Didier Tabouillot, en cambio, era muy eficaz. Su situación de empresario próspero le permitía pagarse lo mejor. El hombre se dedicó a mostrar al juez una imagen tergiversada de la personalidad de Michelle, presentándola como una mujer desequilibrada y despechada que utilizaba a sus hijos para dañarlo. Como resultado, el juez ordenó que los niños regresaran a vivir con Didier Tabouillot y otorgó la custodia compartida. «No me defendí, sentía vergüenza y lo acepté», reconoció Michelle. Michelle hizo saber a la policía que estaba muy preocupada de que hubieran enviado a sus hijos de vuelta con su agresor.

La respuesta de un miembro del departamento de la policía fue la siguiente: «Señora, tenemos que investigar, ahora no se puede hacer nada». El abogado de Michelle solicitó un juicio prioritario por indignidad moral y exigió que los niños que volvieran con ella, pero el padre se negó a devolverlos y el juicio prioritario nunca no se llevaba a cabo. Los servicios sociales franceses consiguieron a Michelle una habitación temporal en un hotel y después de un tiempo le proporcionaron un apartamento. Con sus hijos viviendo con el abusador, Michelle cayó en una depresión profunda. Seguía lidiando con el acoso sistemático de Didier Tabouillot que le rogaba que regresara con ellos. Había dejado de darle dinero y ella vivía de la subvención de maternidad del estado.

Después de cinco meses, ella decidió regresar a casa de él para protegerlos. Michelle y el padre de sus hijos intentaron asistir a una terapia de pareja pero, desde la primera sesión, la terapia fue un fracaso y no volvieron más. De vuelta en la casa, el sentimiento de culpa no la abandonaba un solo instante. Con el objetivo de distraerlo de sus hijos, ella empezó a entregarse otra vez a él, hasta convertirse en su esclava sexual. «Haz lo que quieras con mi cuerpo pero no con mis hijos», le decía.

Michelle empezó a perder mucho peso corporal, hasta que adquirió una imagen esquelética. Debido a la depresión que padecía, le costaba trabajo hacerse cargo correctamente de sus hijos, cosa que él le echaba en cara. Algunas veces ella dormía en el piso. Por otra parte, él la obligaba a que hiciesen paseos en familia por los alrededores. Durante esos paseos se mostraba muy considerado con ella.

Una vez, fuera del colegio de sus hijos, Didier Tabouillot la comenzó a acosar, hasta que consiguió que ella se saliera de sus casillas y le gritase frente a toda la escuela. Él parecía disfrutar cada vez que la hacía estallar. Curiosamente, el alcalde de Viry-Chatillon fue testigo de la escena. Poco tiempo después la recibió en su despacho, para que ella le explicara lo que había sucedido. El político prometió ayudarla, pero esa ayuda nunca se llegó a concretar. Más adelante, Didier Tabouillot utilizó la escena que ella hizo en el colegio para atacarla en la corte. Por aquellos días, Michelle fue a ver a una reconocida psiquiatra. La profesional le dijo: «Un niño que se encuentra bajo la influencia de un padre manipulador no se siente en peligro y confía en su progenitor. Su padre sabe premiar y amenazar sutilmente a sus hijos. Los pone entre la espada y la pared. En mi opinión se podría tratar de un perverso narcisista». Mathys enfrentaba un evidente conflicto de lealtad entre su padre y con su madre.

Didier Tabouillot estaba furioso con Michelle. Le echaba en cara que hubiese notificado a los servicios sociales y la escuela lo que estaba ocurriendo. Aseguraba que se trataba de un montón de calumnias y la acusaba de traidora. De tanto que la llamaba «Loca», ella misma empezaba a dudar de su propia cordura : «Yo soy la negra, la rebelde, la bipolar», expresó desesperada Michelle, alguna vez. En una ocasión, el hombre abofeteó a Mathys frente a Michelle. El niño le había contado otra vez a ella como su padre les enseñaba a dar besos con la lengua. Así es como Michelle supo que el hombre no había dejado de abusar de ellos y pensó que no lo haría nunca.

En otra ocasión, Michelle se colapsó en la cocina, perdiendo el conocimiento, y Didier Tabouillot la llevó al baño, le quitó la ropa, la metió en la bañera, abrió la llave del agua y comenzó a tocarle los pechos y el sexo a pesar de que ella, que acababa de volver en sí, lloraba y le rogaba que no lo hiciera. Mientras que todo eso sucedía, Mathys y Maxime jugaban al lado de ellos. Otras veces, aprovechándose de que ella no gritaba para no preocupar a sus hijos, la violaba salvajemente en la habitación.

El juicio seguía su curso y el argumento continuaba girando más en torno a la inestabilidad emocional de Michelle, que al abuso incestuoso del padre contra los dos menores. En una ocasión, los padres de Didier Tabouillot le dijeron a su nieto, Mathys, que era un mentiroso y, en el juicio, testificaron a favor de su hijo. Lo mismo ocurrió con una mujer que había sido amiga de Michelle desde los quince años. Michelle no podía creer que, dada la naturaleza de las acusaciones, tantas personas creyeran ciegamente en Didier Tabouillot.

L’Enfant Bleu, asociación que lucha por evitar el maltrato infantil, le aconsejó a Michelle que fuese a ver a otro abogado. El nuevo jurista se metió a estudiar a fondo el expediente y escuchó a Michelle con atención, devolviéndole un atisbo de esperanza. De inmediato, ella aceptó ser representada por él y, por un período de tiempo, ella pensó que podría obtener justicia. Para este momento, Michelle ya sabía más cosas del agresor. Sabía, por ejemplo, que Yolande, su primera esposa, con la que pasó catorce años casado, también lo había denunciado de haber abusado sexualmente de sus dos hijas. Luego de la separación y, tras haber llegado a un acuerdo económico, Yolande y sus hijas se fueron a vivir a Guyana, sobre la costa norte de América del Sur. Michelle la contactó para preguntarle si estaría dispuesta a testificar en contra de su exmarido. Pero Yolande, aduciendo que él pagaba la educación de sus hijas y que ella misma ya se había reconstruido, no quiso hacerlo. De la misma manera, Michelle contactó con la segunda esposa de Didier Tabouillot (aquella joven tímida que conoció algunos años antes en la estación de trenes de Viry-Châtillon). No obstante, esta mujer sintió miedo a testificar. Dijo que su exmarido era un hombre peligroso, que conocía a gente influyente y que era capaz de muchas cosas. El 9 de mayo de 2016, llegó la sentencia del juicio. El juicio favorecía a Didier Tabouillot y le entregaba la custodia de sus hijos.

 


Poco tiempo antes, sintiéndose muerta por dentro, decidió hacer algo radical. El nuevo abogado hacía lo que podía pero no era suficiente. Ella podría apelar pero ¿serviría de algo? Empezó a perder toda esperanza. Ella no quería que sus hijos pasaran más tiempo cerca de su padre. No estaba dispuesta a aceptar más abusos sobre sus hijos y sobre ella misma.

La mujer de una asociación le aconsejó que se fuera lejos con ellos. Le habló de la posibilidad de irse a Canadá o Argentina. Desesperada, Michelle decidió seguir el consejo de aquella mujer y se inclinó por Argentina, el país más austral del mundo. En el transcurso de una semana, Michelle vendió algunas de sus cosas, reunió todos sus ahorros, empacó lo estrictamente necesario y tramitó los papeles requeridos para el viaje. El 8 de mayo de 2016, despegaron en el Aeropuerto París-Orly.  Arriba del avión Michelle se sentía nerviosa. Los niños, en cambio, viajaban en paz.

Ella los observaba y pensaba en lo inocentes que eran. Para ellos sólo se trataba de unas repentinas vacaciones con su madre. Cuando el avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, se sintió, a la vez, aliviada y febril.

A su arribo en Argentina Mathys tenía seis años y Maxime tres. Las primeras semanas fueron de aclimatación y descubrimiento. Por primera vez, después de mucho tiempo, Michelle experimentó un poco de paz. Dormía sin miedo y despertaba sin angustia. Ahora, los tres estaban lejos del abuso y del maltrato. Tenían por delante el reto de adaptarse a otra cultura, de aprender otro idioma y otra forma de pensar y de hacer las cosas. En su fuero interno, ella sentía la tranquilidad de haber hecho lo correcto: proteger a sus hijos de un padre depravado.

No trabajó de inmediato, su abogado le enviaba el dinero del seguro de desempleo y con eso le alcanzaba para sobrevivir. Michelle contactó con un abogado franco-argentino que la ayudó a obtener una beca escolar para sus hijos y los matriculó en una escuela. Por las tardes, ella pasaba mucho tiempo ayudándoles con las tareas.

Conforme pasaba el tiempo, Michelle se daba cuenta de que los argentinos no la aceptaban con facilidad. En ese país, por primera vez, se sintió inferior por ser africana y por ser negra. Algo que nunca antes, en Francia, le había sucedido. Ella siempre había asumido sus orígenes y nunca se sintió avergonzada de ellos. El proceso de adaptación no le estaba resultando fácil. Como persona negra, no había nada que la hiciera sentir que perteneciese a la sociedad argentina. Michelle estaba muy interesada en descubrir la cultura del país y ponía todo su esfuerzo por hacerlo. Sin nada material, desde el principio, la vida le resultó difícil. Sin embargo, sentía que ella y sus hijos tenían un futuro más luminoso y no quería renunciar a esa posibilidad.

En marzo de 2017, luego de que Michelle no se presentara en la oficina de empleos de París cuando fue requerida, el gobierno francés dejó de depositarle el dinero del seguro de desempleo. Michelle y los niños tuvieron que abandonar el apartamento que alquilaban. Al principio no sabía a quién dirigirse para pedir ayuda.

A partir de entonces, empezó a conocer la solidaridad que también había en el país que había elegido para su exilio voluntario. Había muchas personas muy comprometidas con la defensa de las minorías, personas que rechazaban el racismo, la violencia doméstica y el maltrato infantil.

Gracias a la intervención de una escritora estadounidense, un grupo de padres de familia, de la escuela de sus hijos, reunió dinero para apoyarlos. Cecilia, una de las madres, la recibió en su casa durante tres semanas y otra de las madres les prestó su casa durante un mes. Una mujer francesa le consiguió un trabajo de limpieza en una casa. Otras madres cuidaban a sus hijos y los llevaban a hacer deporte, mientras ella trabajaba. Otra ayuda importante provenía de una tía y de algunos amigos de Michelle que le enviaban un poco de dinero desde Francia. La ayuda de los padres de familia del colegio de sus hijos se intensificó y, entre todos, empezaron a pagarle el alquiler de un departamento, mientras que ella seguía limpiando casas y trabajando de niñera para una familia francesa.

En 2018, el grupo de padres del colegio ya no pudo seguir pagando el alquiler y Cecilia, que se había convertido en una buena amiga, les consiguió alojamiento en un hogar administrado por una congregación de monjas. Pasó algún tiempo en Luján y, después, regresó a Buenos Aires. Durante algún tiempo fue asistente de una dentista. Después, Víctor, un activista militante, organizó para ella una colecta en las redes sociales y puso en marcha sus propios contactos en Argentina. Otra mujer, Sofía, y su hermano, se involucraron de manera intensa en la red de apoyo y ayudaron a Michelle con dinero para su manutención y para pagarle a su abogado.


Aunque Michelle no tiene ninguna certeza de la manera como fue localizada el día que la detuvieron cerca del Parque Lezama, lo más probable es que haya sido el mismo consulado francés el que diera aviso a las autoridades del país galo de la situación de Michelle y de sus hijos. A partir de ahí, lo natural es que se lo hayan terminado por notificar al padre de los niños, que seguramente ya estaba investigando su paradero.

Didier Tabouillot denunció a Michelle por secuestro y solicitó al gobierno argentino la repatriación de Mathys y de Maxime que, por lo pronto, en marzo de 2019, fueron colocados en un hogar de los servicios sociales argentinos en lo que se resolvía su situación.

Los abogados de Michelle aseguran que no se trató de un secuestro, sino de una sustracción. La Convención de La Haya no considera secuestro al hecho de que uno de los padres se lleve a sus hijos lejos para protegerlos del otro. «No escapé, simplemente, viajé con mis hijos para empezar una nueva vida en la que nadie nos pudiera lastimar», afirma Michelle.

Michelle pasó un mes dentro de la Cárcel de Mujeres de Ezeiza. Los primeros días de reclusión no lloró. Estaba en la misma celda que otras internas. Soportaba toda la noche el ruido y las luces encendidas. Después de algunos días empezó a llorar, pero ahogaba su llanto en la almohada, para no llamar la atención de las internas. Las demás no le dejaban entrar en sus celdas por su color de piel. Pasaban frente a ella y la observaba como si fuera una bestia de feria. A menudo la amenazaban. Marcaban su territorio y le hacían insultos racistas. A petición suya fue trasladada a otra prisión donde también había extranjeros. Cada mañana, iba a la escuela de la prisión, sacaba libros de la biblioteca y se ponía a leer. Circulaban drogas en todas partes. «De haberme tenido que quedar más tiempo, me habría dejado morir lentamente«, dice.

Los psicólogos argentinos encargados de valorar a Mathys y a Maxime les pidieron que hicieran algunos dibujos de su familia. En casi todos aparecían junto a su madre. Su padre estaba siempre apartado o de espaldas. Mathys parecía sentirse ansioso de que un meteorito se estrellara con la tierra. Una parte importante de sus conversaciones con los psicólogos hablaba de cuestiones relacionadas con la vida espacial y de calamidades que se avecinaban.

Los abogados argentinos que fueron asignados al caso dijeron haber recibido

amenazas. Una juez desechó los cargos por pedofilia. Dijo que el delito se había cometido en Francia y no en Argentina. La justicia argentina terminó por permitir la repatriación y restitución de los niños con su padre.

A Michelle la dejaron quedarse en Argentina.

Le retuvieron el pasaporte y le prohibieron trabajar legalmente en el país, hasta que se definiera su situación. Didier Tabouillot, a través de una abogada local, presentó, la denuncia por secuestro. El juicio se encuentra en proceso y Michelle ha conseguido enfrentarlo en libertad. En caso de ser declarada culpable, podría enfrentar una sentencia de entre cinco y quince años de prisión. Recibe apoyo de asociaciones como “Movimiento Evita, Tres de Febrero” y “Red Viva”. Ésta última es un movimiento que apoya a las Niñas, los Niños y los Adolescentes que han sufrido abusos en Argentina y en toda América Latina. Mujeres generosas y solidarias han permanecido al lado de Michelle durante todo este tiempo.

Desde 2019, “Red Viva” ha comenzado una intensa campaña que busca la absolución de Michelle Youayou. Michelle afirma: «Mis hijos están en Francia, en una cárcel dorada, sin poderse defender. Aunque muchas veces he sentido que no puedo más, no voy a dejarme morir por acá. Nunca dejaré de luchas por ellos». Por lo pronto, ella intenta vivir cada día, en medio de profundos sentimientos de dolor, rabia, traición, pena, y aunque parezca imposible: ESPERANZA.

 

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