
A las calles sin asfaltar y llenas de barro se asoman casas con precarios tejados de uralita. Merodea libre una colonia de gatos , por su aspecto, parecen cuidados y alimentados. Cerca, al volante de una furgoneta bien equipada, un veterinario voluntario busca con mirada experta a los que aún no están esterilizados, consciente del problema añadido que para el mayor asentamiento chabolista de Europa supondría el descontrol de las camadas. Ratas no se ven, pero haberlas, en este reino de abandono y olvidó, las hay.
Angel, el único veterinario de la Cañada, no recibe ayuda institucional alguna. El ayuntamiento de Madrid cuenta con hasta cuatro planes de esterilización y otros tantos de desratización para la ciudad. Ninguno de ellos afecta a la Cañada Real. El anterior gobierno municipal de Madrid, me cuenta, había elaborado unos nuevos -y buenos, añade- planes de control de plagas y esterilización pero, con el cambio, fueron a parar a la basura y hoy nadie se preocupa de ello. Ángel es tan consciente del grave riesgo que, para la salud de los habitantes -muchos de ellos pequeños- entraña esta situación como de sus limitaciones reales para controlarlo. Aún así también sabe que, sin su trabajo voluntario, pronto está situación se desbordaría. Por ello, todas las semanas viene un día y busca con ojos de experto.
Los municipios de Madrid, Rivas-Vaciamadrid y Coslada comparten la titularidad de estos extensos terrenos que conforman la Cañada Real. Espacio dividido en sectores, cada uno de los cuales corre diferente suerte, agravándose los problemas de chabolismo, infraviviendas y abandono a partir del tercero. Aunque no se conoce con exactitud el número total de habitantes, estos rondan los diez mil, de los cuales unos mil quinientos son menores de edad. El sector seis, el mayor, es una acumulación dantesca de infraviviendas y chabolas, montañas de chatarra, barrizales, basuras y… puestos de venta de droga a la luz del día.
En una de las cientos de casas de este sector 5 vive una familia con dos hijos, de 12 y 6 años. Ambos con parálisis cerebral. Pero en la casa que habitan no hay agua ni luz. Necesitados de sillas eléctricas para desplazarse, cuando el tiempo es malo no salen. El estado de las calles lo impide.
Una furgoneta recorre las embarradas pistas llevando alguna manta, alguna estufa donada, algún paquete de galletas y algún bote de legumbres que reparte entre las familias.
Se ven casas deshabitadas, abandonadas, de tejados hundidos por el peso de la pasada nevada. De alguna parte se eleva una columna de humo gris. Procede de una hoguera encendida en el suelo para cocinar y aprovechar el calor del fuego para secar la ropa. Es invierno, el sol se niega a salir y cuando lo hace no calienta. La lluvia es pertinaz y cae sobre la ropa lavada y tendida al aire porque dentro de las casas, de apenas veinte metros cuadrados, en las que conviven familias de cinco o seis miembros, a veces más, no cabe ya ni una cuerda. La vista termina por acostumbrarse a la falta de luz en espacios en los que apenas penetra la natural. Los escasos y pequeños ventanucos no dan para mucho, especialmente durante el largo invierno.
Entre las chabolas, montículos de escombros son testigos de algunas ya derribadas. Una mujer con un bebé al pecho cuenta que ya les han dado un piso de realojo en Villarejo de Salvanés, un pueblo no muy lejano al lugar donde nos encontramos, pero que no pueden irse hasta recibir la paga que les permita pagar la entrada. Y no sabe cuándo será eso.
En otras se puede leer un letrero pintado a mano sobre alguna partes o alguna vaya anunciando “se cede”, son las viviendas de los que han tenido la suerte de recibir un piso de realojo. Todo el mundo sabe que esa “cesión” no es gratuita. También quién la realiza. Serán producto, cómo entre la vivienda legal, de transacción y regateo.
Los últimos fríos han terminado con la vida de numerosas personas mayores y de algunos niños. No ha sido el temible virus que cumplirá un año en breve. No. Es producto de una situación de injusticia que comenzó hace más de treinta años y que marca a los más débiles con una extensa vulnerabilidad. Miles de personas sobreviven en el corazón de una gran ciudad ancladas en un tiempo medieval. Una encrucijada de causas e intereses se esconde tras un problema enquistado que juega con la dignidad de miles de personas. Y todo ello ocurre en el corazón de un país rico, desarrollado, parte de ese mundo de privilegios que es Occidente.
En pleno siglo XXI, en un país civilizado de la rica Europa miles de familias carecen de una vivienda digna, de agua, de luz, de recogida de basuras, de aceras. Miles de españoles ven cómo la desidia y los intereses económicos que laten en los cimientos del problema se dan la mano para violar sistemáticamente los derechos humanos más elementales. Paco Ocaña, bombero madrileño que parece no tener bastante con dedicar su vida laboral a salvar a los demás sino que también les dedica su tiempo libre, nos muestra este espacio desolado semejanza a lo que debieron ser los asentamientos chabolistas del tiempo de la dictadura. Paco lleva años trabajando aquí y -sostiene- pocos cambios ha habido.
Dividido en sectores, este espacio de podredumbre y miseria acumula en el número seis el mayor de los despropósitos y genera preguntas de difícil respuesta. Paco conduce atento, no es difícil que seamos apedreados. Nadie nos conoce, pero aquí la frontera se abre solo para los que van a comprar una droga ilegal que, sin embargo, se vende a la luz del día. En la entrada al poblado coches de policías uniformados vigilan. Mientras, a lo largo de la calle, bidones oxidados se suceden uno tras otro. Cumplen dos funciones: anunciar que ahí se vende el producto prohibido y, caso de que a la policía le de por hacer una redada, lo que no suele ser habitual, quemar la que tengan. Dentro de ellos arde un fuego eterno que rememora el infierno al que han sido condenados los cientos de personas que acuden diariamente a comprar este producto prohibido y, sin embargo, tolerado. Para muchas, especialmente mujeres, es el colofón a una vida dedicada a la prostitución. Esclavitud anclada en el siglo XXI cuyas principales víctimas son mujeres.
Las responsabilidades se reparten. La excusas también mientras los planes de solución no llegan. Y tanto la Administración como la empresa suministradora de electricidad, Naturgy, buscan justificar su indiferencia o su desidia o su absoluta falta de interés o sus escondidos intereses. Porque de todo hay mientras miles de personas, muchas mujeres y niños y niñas, intentan sobrevivir. Hace más de treinta años que muchas de las familias que siguen viviendo en este lodazal instalaron un contador eléctrico y pidieron a la compañía por entonces responsable que les cobrara la luz consumida. No entienden el porqué si quieren pagar no se la dan. La ilegalidad de estas viviendas lo impide. Que ley puede haber que, si quieren pagar, no se la quieran vender. De nuevo, en el campo de batalla que son los derechos humanos se lidia entre legalidad y justicia. Y año tras año gana la primera. Pero es que resulta que también, mire usted, tener una vivienda digna es un derecho. Y aquí ese derecho se ve amenazado. No es que no tengan vivienda, es que esas viviendas carecen de título de propiedad.
No hay colegios y, dado que la asistencia es obligatoria, los más pequeños deben recorrer varios kilómetros diariamente. Cuentan que en el cole les dicen que huelen mal. Es difícil para un niño comprender el rechazo y la exclusión y muchos terminan no queriendo ir. Ante los llantos, las familias sucumben. Otros, no. Resisten y afirman que, aunque se metan con ellos, quieren ir porque allí aprenden cosas. Ser de La Cañada es, desde hace años, un estigma. De vez en cuando, algún hecho moviliza la atención, la denuncia y las conciencias. Luego, de nuevo el olvido y el abandono.
Al fondo, una pequeña iglesia pone el contrapunto.