¿Eres de los que quieren tener hijos o clones?

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Quizás tú también te hayas dado cuenta de que cuando nace un bebé, los primeros comentarios son sobre cuánto se parece el recién nacido al padre, o a la madre, o al abuelo, o a la tía, o a la prima, o … Quien hace estos comentarios, ¿por qué los hace? ¿Qué busca con ello? ¿Qué pretende? ¿Apropiarse de un trocito de cara? ¿Quedarse satisfecho por haber dejado su impronta en la carita del pequeño nuevo ser? ¿Qué clase de gratificación da comprobar que la nariz de la nueva personita de este mundo es parecida a la tuya? ¿Te hace mejor madre/padre? ¿Se gana algo con ello? ¿Esa persona recién nacida es más hija tuya si tiene unas orejas parecidas a las tuyas que si tiene unas diferentes y únicas? ¿Es realmente un orgullo para un progenitor ver que sus hijos se parecen a ellos físicamente? ¿Esto es porque su objetivo y su expectativa parir un clon? ¿Acaso no es esto tremendamente egocéntrico? ¿Qué garantiza el parecido de tu hijo contigo? ¿Que tenga tus éxitos? ¿Que es todavía más tuyo? ¿Que te pertenece? ¿Que es de tu propiedad? Por alguna razón la gente busca ansiosamente parecidos en los recién nacidos, quedando satisfechos cuando los encuentran (o los inventan) y, sobre todo, cuando los demás reconocen que, efectivamente, esa barbilla del recién nacido se parece a la mía.

Son innumerables las preguntas que me hago cuando pienso sobre este tema, pero también lo son mis certezas: yo quiero tener hijos, no quiero tener clones. Quiero tener hijos que no se parezcan absolutamente en nada a mí, ni física ni mentalmente. Quiero educar y amar a personas libres, no marcadas ni etiquetadas (¡ni por mí ni por nadie!). Quiero convivir con personas únicas, diferentes, que no carguen con los parecidos, ni —por tanto— con las expectativas de los demás (¡ni tampoco con las mías!). No quiero que mis hijos tengan mis ojos, sino que vean el mundo bajo su mirada única y no condicionada. No quiero que tengan mi nariz; me encantaría que oliesen sus propios olores. No quiero que tengan mi carácter ni quiero ver mis gestos en ellos. Creo que, si me viese en ellos, mis hijos serían esclavos de mi historia y cargarían con mis éxitos y fracasos, con mis angustias y mis esperanzas, con mis inalcanzables expectativas. A mí no me gustaría encarcelar de esa manera a una persona (¡y menos aún si es hija mía!).

El parecido físico y de carácter entre los hijos e hijas y los padres y madres se celebra como un logro, como un premio al trabajo bien hecho, como si el fin último de tenerlos fuese poseer réplicas de uno mismo. De esta manera, un hijo que no se pareciese en nada a sus padres o madres, ¿sería menos hijo? ¿o serían los padres y madres menos o peores padres y madres? Estaríamos reduciendo la paternidad (y maternidad) a la simple y limitante herencia genética.

La genética, lejos de ser el reflejo del premio al trabajo bien hecho, es una lamentable condena. Y no solo no nos damos cuenta de ello, sino que, encima, la codiciamos y la veneramos.

Solo en muy pocos casos, la genética compartida entre progenitores e hijos se revela verdaderamente como una condena de la que es imposible liberarse. Ejemplo de ello es el último libro de Elena Ferrante: La vida mentirosa de los adultos (link). Sin querer hacer spoiler, esta novela inicia su argumento y sustenta toda su trama a partir del parecido físico que hay entre dos personas de la misma familia que comparten genes. Leyendo la novela me he preguntado varias veces: ¿esta historia podría haberse escrito si estas personas no compartiesen genética? Seguramente no. Nos hubiésemos perdido este maravilloso libro de la enigmática Elena Ferrante, así que aunque sea solo por eso, agradezco (solo) en este caso la incorporación de los genes al menú familia.

Los genes son etiquetas y cadenas que dan lugar a preciosas novelas y también a personas esclavas de las expectativas de los demás. La genética olvida y ningunea a todos aquellos padres y madres que aman y educan a sus hijos desde la más absoluta libertad, sin compartir genes con ellos, sin tener ese falso nexo obligado de amor. En definitiva, la genética menosprecia a aquellos padres y madres que queremos tener hijos y no clones.

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