No cabe duda de que la femineidad es una creación masculina. Y algunos hombres la han sexualizado hasta tal punto que necesitan performarla para sentirse bien o para excitarse sexualmente. Aunque, todo hay que decirlo, la performance suele limitarse a la parte más sexista. A muchas personas transfemeninas, por ejemplo, no les “pone” fregar platos, cuidar…En cambio, sí les pone maquillarse, ponerse faldas, llevar bolsos, contonearse, o ser dulces o tener actitudes sumisas…pero ¡ojo! sólo con otros hombres, no con las mujeres, a quienes -por el contrario- no les importa imponer sus creencias incluso de manera “masculinamente” violenta.
Pero aún más peligroso es que, para normalizar sus deseos y sentimientos personales, están inculcando en las familias y en la sociedad entera una homofobia terrible: si algún niño o adolescente no desempeña la masculinidad “como debe ser”, es que es mujer. Si no es violento, sino sensible, si no le van los juegos de chicos y prefiere otros más tranquilos o “femeninos”, si tiene “pluma” … ni hablar de homosexualidad. Mejor decir que ha nacido en el cuerpo equivocado porque los hombres son, deben ser “sin fisuras”, fuertes, violentos, dominantes…
A las niñas y adolescentes, otro tanto de lo mismo, porque la femineidad no se puede incumplir. Si alguna de ellas no se adapta a ese durísimo corsé, vale la pena incluirla en el grupo de los hombres. Mejor dicho, en un subgrupo especial, recién creado, de “sub-hombres”. Porque esas mujeres biológicas, nunca serán hombres-hombres. Como mucho, ayudarán a que algunas mentes perturbadas se convenzan del sueño patriarcal de que los hombres pueden parir (la envidia de útero es infinitamente más real que la envidia de pene).
La integración de ese subgrupo, además, no reviste para los hombres demasiadas molestias: Esas personas que performan la masculinidad nunca exigen de los hombres que no se denominen como tales, ni ven como tránsfobo nombrar partes del cuerpo masculino o sus enfermedades, cuando si es tránsfobo nombrar partes del cuerpo femenino o sus patologías; tampoco verán comprometidos los récords deportivos masculinos, ni la seguridad masculina correrá peligro si entran personas transmasculinas en sus espacios privados (en realidad son estas últimas las que pueden correr peligro) ni en espacios públicos porque, ¿alguien ha visto algún cartel de “Muerte a los TERM” cuando -con demasiada frecuencia e impunidad- se ve “Muerte a las TERF”?
Ni siquiera sus cuotas de poder corren peligro porque siempre estarán por delante de las personas transmasculinas los hombres-hombres ¿o acaso creemos que las mujeres, por cambiarnos de género, engañamos a los hombres? Si así fuera, con cambiarnos todas las mujeres el sexo en el registro civil, el problema de la desigualdad quedaría resuelto, ¿no? Pues no; como dice la maestra Amelia Valcárcel, las bofetadas se las dan al sexo, no al género. En cuanto a premios, ya llevamos unos cuantos que acreditan que «la mejor mujer» es una persona nacida hombre y autoidentificada como mujer; pero, ¿verdad que no recordáis a ninguna nacida mujer y autoidentificada como hombre recibir un reconocimiento similar como representante del colectivo masculino?
Así las cosas, en un tiempo en el que se estaban produciendo demasiadas fisuras en la masculinidad y femineidad hegemónicas, la reacción patriarcal no podía encontrar mejor aliado que el colectivo trans. Y esta explícita convergencia de intereses es la que explica su rápida expansión que, de otra manera, mantendría a las personas trans en los márgenes del sistema. Si a eso añadimos los indudables réditos que supone para la industria estética y farmacéutica corregir «cuerpos equivocados», podemos entender la inusitada rapidez con que se ha conformado el imperio del Transpatriarcado, aunque -todo hay que decirlo- tiene los pies de barro y es del todo coyuntural: en cuanto el Patriarcado consiga el objetivo de borrarnos a las mujeres, y la alarma social frene el encarnizamiento médico-farmacéutico que es el motivo de la cuantiosa financiación que recibe este colectivo, la siguiente meta patriarcal es borrar a las personas trans. Se desharán de ellos como quien se deshace de un molesto mosquito que les fue útil para azuzarlo contra nosotras.
Mientras, y aunque algunas personas piensen que el Patriarcado no llegaría tan lejos como para comprometer la salud de un porcentaje de la infancia y la adolescencia, no lo esperemos. Como institución que pretende seguir ejerciendo un poder absoluto sobre las mujeres y sobre los hijos e hijas, considerará aceptable sacrificar a una parte de ellas y ellos en el altar patriarcal; sobre todo, si con eso se consigue el blindaje de los estereotipos de género (auténtico centro del sistema), que estaban siendo dinamitados por el Feminismo y el movimiento LGBI. Meter una T (¡qué casualidad que sea la inicial de Transgénero pero también de Torpedo!) sirve extraordinariamente bien a sus intereses sin, aparentemente, mancharse las manos de sangre o de barro.
En cuanto a la clase política, intuimos que a la conservadora derecha no le gustan las personas trans. Si por ellos fuera, los estereotipos deberían poder mantenerse sin necesidad de recurrir a los planteamientos transgénero ni siquiera coyunturalmente, marginalizando sin ambages a quienes no cumplan los mandatos de género. Pero, por la potencialidad que tiene el colectivo trans para “reconducir” a las mujeres -ovejas descarriadas- hacia los mandatos patriarcales, no duda en apoyar, o directamente aprobar, leyes trans, aunque sea con una pinza en la nariz. Al tiempo que mantiene una estrategia perversa, al dejar la defensa de lo trans a la izquierda, conscientes, como son, de que cada vez que hablan desde el gobierno de las políticas “inclusivas de la diversidad” sube la intención de votar a ideologías «más» conservadoras.
A la autodenominada izquierda, en cambio, parecía motivarle la necesidad ética de incluir a los colectivos que hasta ahora se movían en los márgenes del sistema. Un fin noble que todas las feministas suscribimos y que -de hecho- fue la razón de aprobar sucesivas leyes trans autonómicas a partir de nuestra buena fe. Demasiado tarde hemos descubierto que esa inclusión tenía un coste que, ¡oh, casualidad! debían pagar las mujeres, expulsándonos a los márgenes de donde tanto nos está costando salir. Y esa expulsión queda explícita al hacerse patente la intención de que pasemos a ser las innombrables, las incontables, las más vulnerables.
Lo que está claro es que, si la inclusión que se predica desde la autodenominada “izquierda” expulsa a la mitad de la población -las mujeres- para incluir a un porcentaje muy pequeño de la misma, sus políticas en modo alguno pueden llamarse inclusivas, sino todo lo contrario. Y las mujeres que defienden esas posiciones desde el falso espejismo de la igualdad, creyendo que ellas están, como los hombres, en el centro del sistema, ya se darán cuenta -antes o después- del auténtico espacio que les reserva esa autoidentificada izquierda progresista: justamente volver a llenar esos márgenes que ellas creían que estaban contribuyendo a vaciar y del que nunca hemos conseguido salir del todo. Al precio, claro está, de la traición a las demás mujeres. Porque, además, a muchas de ellas se las utiliza por los partidos políticos, con demasiada frecuencia, para ser las portavoces de políticas contrarias a los derechos de las mujeres. Y lo hacen por igual desde derecha e izquierda lo que no es, por descontado, ninguna casualidad.
Es así, señoras y señores, como cada vez resulta más evidente el gran punto en común de la izquierda y la derecha: la más dura, persistente y recalcitrante misoginia.
Como siempre, el sistema olvida que las mujeres, como dice Marcela Lagarde, somos «insistencialistas» y nunca nos rendiremos. Ni frente al Patriarcado, ni frente al Transpatriarcado.
Valencia, septiembre 2022