Cuando apreciaba poco mi tiempo y la calma, tenía Twitter. Entonces ya circulaba alguna promoción del estreno de La consagración de la primavera. Fui informada de su sinopsis: un chico con parálisis cerebral recibía asistencia sexual. Se me invitó a anticipar una crítica en forma de tweet y así lo hice, creo que citando al director de la cinta.
Con el afán falsamente conciliador, disimuladamente condescendiente y habitualmente suavón de quien quiere vender una moto woke, el director de la película me pidió muy amablemente que viese la película y que la criticara después y no antes, pues estimaba poco razonable que se critique algo que no se conoce en profundidad. Y ciertamente, no le faltaba razón.
Ahora que la he visto, es posible enriquecer la crítica que intuí adecuada para su historia. Parte de la misma me la vi venir, pero no pude adivinar el giro retorcido que narraré a continuación. Para quien no la haya visto, no hace falta haber dormido bien para no perder el hilo: chica de pueblo, de familia que se adivina conservadora, religiosa y puritana, llega a Madrid a estudiar Química. No encaja demasiado con su grupo de pares, que ligan, tienen sexo y beben mientras ella se encuentra perdida y desorientada en tales fiestas y situaciones. La pobrecita, en fin, no tiene mucho ojo eligiendo ligue en Tinder. Tampoco parece tener muchas habilidades sociales, ni facilidad para establecer relaciones con el otro sexo ni, siquiera, para disfrutar de sí misma masturbándose. Es, en fin, una reprimida.
Todo cambia cuando Laura conoce al protagonista de la historia. Es David. Un chico con parálisis cerebral de gran afectación con una severa dependencia. Lo conoce por casualidad, yendo a su casa a una fiesta de la que David -pobrecito- permanece ajeno. Lo descubre a solas en la habitación y le pide que le rasque el cuello pues -pobrecito- él no puede. Esa supuesta amistad se desarrolla y pronto se suceden las visitas de la joven para conversar, fundamentalmente, sobre lo mucho que sufre David, porque debe ser que tener una discapacidad y plañir es todo uno. Como pareciera que la vida de las personas con discapacidad gira en torno a la autocompasión, el chico le cuenta lo duro que es no moverse y no tarda en explicarle lo duro que es no poder tener sexo. Ella tampoco lo tiene. Se confiesa implícitamente inexperta, ajena y se deja adivinar bloqueada con cualquier interacción consigo misma o con el otro sexo que implique cualquier connotación sexual. Se convierte, pues, en la víctima –quiero decir, en la persona– perfecta para empatizar con la situación del “pobrecísimo” David.
Éste le cuenta que no le ha quedado otro remedio que contratar prostitutas pero que éstas no son hábiles para adecuarse a sus particularidades, por lo que es un activista en defensa de la asistencia sexual especializada en pobrecitos como él, escribiendo un blog al respecto. El siguiente paso, nada previsible en el perfecto guion patriarcal, es que la chica hable con la madre y se ofrezca a ser ella la asistente sexual de David. La madre, que es todo lo progre y postmoderna que hay que ser en estos tiempos, le pregunta a Laura por sus motivaciones y ésta dice que quiere ayudar a David y que, además, le vendría bien un dinero extra para los gastos de su nueva y costosa vida universitaria. Tenemos el perfecto relato patriarcal: la santa y la prostituta encarnada en la angelical y reprimida jovencita de pueblo, compasiva con el hombre discapacitado, gracias a la cual, logrará su despertar y se adaptará al canon patriarcal de plena disponibilidad sexual, mucho más apreciable que la santidad en estos tiempos.
De hecho, el giro que no vi venir consistió en que, en fin, había que adaptar este relato a la postmodernidad que triunfa en nuestros días. Eso y conseguir el barniz pseudofeminista que necesita cualquier producto cultural para ser vendido en los tiempos hipócritas que nos dominan. Para hacer caja con el pin (pseudo) feminista, se nos cuenta que la que sale beneficiada y liberada sexualmente en esta relación prostitucional es ella y no el chico. Hay que reconocerle a Franco –al director, digo– una astucia patriarcal y postmoderna muy por encima de la media, siendo esta generalmente alta (por algún motivo, me acabo de acordar de las uñas de Sorogoyen). No por casualidad, sucede que conforme avanzan las “sesiones” en las que Laura masturba a David hasta su eyaculación, la actitud de la postadolescente va cambiando tanto en su vida diaria como en la “asistencia” misma. Pareciera –lo digo en subjuntivo porque no lo puedo saber– que, en fin, tocar un pene, incluso en las circunstancias descritas, confiriera a la afortunada un despertar vital, personal y sexual instantáneo que la libera de la candidez, el puritanismo y la bobaliconería propia de quien ha sido presentada como poco menos que una meapilas de pueblo cuya llegada a la capital no parece mucho más exitosa que la lograda por Martínez Soria, años antes.
Tenemos así a una joven que, antes de masturbar a David, no se sabía masturbar a sí misma, ni “ligar”, ni relacionarse con chicos, ni era capaz de tener sexo con penetración (por lo visto, lograrlo es la prueba de madurez sexual de una dama, a juicio de Franco y de Freud, muy por encima de la exploración de todas las posibilidades erógenas del cuerpo femenino –muy superiores biológicamente en número e intensidad a las que ofrece la anatomía masculina, sea dicho de paso–). La cándida dama confiesa a David que nunca ha hecho “nada” antes y para saber qué hacerle ha tenido que ver pornografía. Sin embargo, semanas después, es capaz de tener placer rozándose con el cuerpo de David durante las sesiones y avanza en sus relaciones sexuales con otro hombre al que le informa de que no se ve capaz de ser penetrada aún, “pero sí de chuparla”. Para quien crea que, entonces, su liberación sexual por obra y gracia de David no es plena, debe ser informado/a de que la última escena de la película narra que el hombre de verdad, el que tiene moto y se maneja virilmente, la recoge en su vehículo mientras ella se estrecha contra él, así que para contentar tanto a normativos como a diversos, se deduce que la historia acaba “como Dios manda” para ambos colectivos, su presumible target.
No siendo suficiente despropósito, la Academia del cine –que parece advertirse en franco declive, como todas las demás– le otorga a Telmo Irureta el Goya al mejor actor revelación. Y ciertamente, revelar reveló, a la altura de la ocasión, que “los discapacitados también follamos”. También animó a que el cine admitiera cuerpos inclusivos. Como las ovaciones por decir nada de valor parecieron henchirlo, en entrevistas posteriores se ha arrancado con la confesión de que él es más de utilizar a prostituidas convencionales, como cualquier macho-macho, que a las asistentes sexuales porque con estas últimas a veces hay que tomar café y, a veces apetece ir directamente a la cama. Aprovechó el baño de éxito por su discurso complaciente con la quintaesencia de lo rancio para defender en sucesivas entrevistas que la prostitución no debe desaparecer porque ayuda a las personas con discapacidad que, como él, resultan atractivas. En fin, Irureta brilla con luz propia. Ya tiene su estrella en el firmamento al que mira embobada la masa woke. Lo ha logrado por su genialidad al encarnar lo que nuestra sociedad demandaba con fervor: un Torrente políticamente correcto y diverso-inclusivo, y, en consecuencia, a quien poder reivindicar de nuevo en voz alta adaptado a los tiempos postmodernos. En estos, la afirmación: “¿Nos hacemos unas pajillas?” se rehabilita convertida en progre y consagrada por la “hizquierda» si quien la emite presenta disartria. Nunca hubiera dicho que la disartria viste y distingue.