Ser lesbiana

Victoria Sendón de León
Victoria Sendón de León
Dra. en Filosofía y escritora feminista.
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              Después de tantos años de militancia feminista sin haber reparado en la necesidad de reivindicar el lesbianismo dentro del Movimiento para darle la importancia que requiere, hoy se me ha metido entre ceja y ceja que es el momento de traerlo como presencia. Y que conste que no me interesan las intersecciones dentro del feminismo, pero ahora mismo es políticamente relevante por su negación en la lucha de las mujeres. Hoy se quiere atomizar a las mujeres en racializadas, obreras, colonizadas, mayores o jóvenes por aquello de “divide y vencerás”. Para mí, el término de “mujeres” ha de primar sobre el resto de calificaciones. Luego vendrán los diversos parámetros que nos cruzan a cada una, que son múltiples.

Para mí, el término de “mujeres” ha de primar sobre el resto de calificaciones. Luego vendrán los diversos parámetros que nos cruzan a cada una, que son múltiples.

Toda la confusión viene desde la introducción del término queer por Teresa de Lauretis en 1987, que ella misma sustituyó por “sujetos excéntricos” una vez que comprobó el galimatías y la confusión que producía. Pero en 1990 apareció una joven filósofa y lingüista judía que retomó el término y subvirtió toda la cuestión de las identidades. Opino que esta joven, Judith Butler, que había crecido en una familia practicante de su religión y ella misma educada en una escuela ortodoxa, llevaba en su imaginario racial lo abyecto que supone ser mujer para la religión judía ¡y no digamos lesbiana! ¿Qué mejor que ser queer y librarse así del resto de adjetivos y de culpas? Eso sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Y creo que ese imaginario le ha dado la fuerza y la inteligencia suficientes para armar todo su aparato teórico-ideológico. Una teoría que ha sido adoptada con gran alborozo para llevar a cabo ciertas políticas por determinados grupos de “filántropos” que quieren gobernar el mundo con el control económico y de todos los medios de comunicación en su poder, como ya lo hacen. Uno de sus objetivos es el de disminuir la población, cuya finalidad se consigue, entre otras, hormonando niñas y niños, que no podrán reproducirse. A parte de hacer caja. Y la mayoría de los gobiernos acatan esa política del Foro de Davos.

Judith Butler, que había crecido en una familia practicante de su religión y ella misma educada en una escuela ortodoxa, llevaba en su imaginario racial lo abyecto que supone ser mujer para la religión judía ¡y no digamos lesbiana! ¿Qué mejor que ser queer y librarse así del resto de adjetivos y de culpas?

Retomemos. Sheila Jeffreys nos relata cómo el primer transgenerismo de mujer a hombre se dio entre los clubes de lesbianas no feministas que practicaban el juego de rol butch/femme, en el que el primer término de la pareja terminaba transicionando como un modo de hacer su rol efectivo tal que un verdadero “hombre”, pero que con la llegada del feminismo lésbico en los 70 y 80 esos roles desaparecieron: todas lesbianas, pero todas mujeres. Y ahora esto se está tratando de revertir, de modo que si una chica se siente atraída por otras chicas eso aparezca como una desviación de la norma heteropatriarcal y, por tanto, rechazable. Y de ahí a la transición no hay más que un paso. Consiguen que desprecien ser mujeres y eso es un fallo de una coeducación mal entendida por la que se ha pretendido que la igualdad siga teniendo como modelo al varón. Se dice a las chicas que estudien tecnología, pero no a los chicos que estudien enfermería, por ejemplo.

Actualmente, la transición de las chicas supera de modo apabullante a la de los chicos. La mayoría de ellas dan como explicación: “Quiero ser un hombre porque ser mujer es una mierda”. Y eso es porque las imágenes de mujer que aparecen en la tele y otros medios suelen ser de lo más vulgar  y porque en Historia o Literatura no se rescata la verdadera obra de las mujeres, que permanece oculta. Ni las grandes viajeras ni las grandes artistas. Y más aún, porque las deportistas de élite están siendo opacadas por personas trans con mucha más potencia muscular. Es la última ofensiva para desdibujar a las mujeres en todos los sentidos. Ya sólo nos faltan los úteros artificiales. Y de ahí a la nada.

Muchas jóvenes feministas de hoy se están adhiriendo al feminismo queer, que tiene más de queer que de feminismo, pero ya lo comprobarán con el tiempo. Les parece más moderno, más democrático, más cool o más de moda. Ya se han encargado de tildar la tradición feminista radical, que viene de la década de los sesenta, como algo viejuno, ya pasado o anclado en la nostalgia. O peor, como un feminismo de burguesitas blancas e intelectuales.

Leyendo el libro de Paul B. Preciado, Dysphoria mundi, compruebo que hace un llamamiento, proclamándose líder del movimiento disfórico (“imposible de soportar”) “Y os elijo a vosotres como mis únicos ancestros, al mismo tiempo como herencia y legado, como mi única genealogía y como mi único futuro”. Quien esté dispuesto a hacer la revolución ha de entrar por ese camino y no por reformar las instituciones existentes. Me recuerda al parlamento de Atenea en las Euménides de Esquilo: “Porque no tengo madre que me alumbrara….” Ella tampoco, por lo visto.

No niego que pueda ser una boutade, pero se me ocurre que las feministas deberíamos declararnos todas lesbianas, como mujeres que aman a las mujeres, y mataríamos varios pájaros de un tiro (con perdón de Belarra). No ser disfóricas y, aún así, hacer la revolución; perteneceríamos al conglomerado LGTBIQ+ pudiendo así acceder a locales de Patrimonio, hoy arrebatados por el galimatías que temía Lauretis;  tendríamos prioridad en acceder a empleos y otras regalías y subvenciones; y, sobre todo, estaríamos mandando el mensaje a las niñas de que para ser lesbianas y felices no tienen por qué cambiarse de sexo, no tienen que ser hombres. Ser lesbiana hoy es la última de las imposturas rebeldes. Y al fin volveríamos a nuestra verdadera genealogía, amén de nuestras queridas madres, y podríamos celebrarlo con la gran Safo (de Lesbos), bailar con Ménades y Bacantes, luchar con las amazonas, aprender de las “mujeres sabias” (llamadas brujas) y definirnos como lo que somos: mujeres que amamos a otras mujeres. Y, de este modo,  homenajear a nuestra madre feminista radical que fue Kate Millett, que tanto sufrió al declararse lesbiana a pesar de estar casada.

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