“Filósofas de las que nadie me habló”, un libro inspirador para las jóvenes

Tasia Aránguez Sánchez
Tasia Aránguez Sánchezhttp://www.arjai.es
Resposable de Estudios Jurídicos de la Asociación de Afectadas por la Endometriosis (Adaec) y profesora del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada
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El libro “Filósofas de las que nadie me habló” recoge relatos de ficción sobre nueve grandes pensadoras de la historia. Las narraciones son amenas, pues tienen forma de diarios y cartas ficticias, que nos permiten aproximarnos a sus vidas y obras. El estilo utilizado es sencillo y didáctico, porque va dirigido a alumnado de ESO y bachillerato o a cualquier persona que quiera hacerse una idea somera sobre quiénes fueron estas filósofas que continúan siendo ignoradas por los manuales de secundaria. La asignatura de Historia de la Filosofía, al igual que las demás disciplinas del conocimiento, nos ofrece un relato en el que las mujeres no hemos existido; pero conocer a estas filósofas nos ayuda a comprobar que lo que nos han contado es sólo eso, un relato que nos oculta la otra cara de la realidad. Las protagonistas de las historias son Aspasia de Mileto, Hiparquia de Maronea, Hipatia de Alejandría, Christine de Pizan, Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft, Harriet Taylor, Simone de Beauvoir y Hannah Arendt.

El libro Filósofas de las que nadie me habló” no solo tiene interés para la lectura juvenil o adulta, sino que también puede ser de interés para la docencia, pues el profesorado puede emplearlo como material complementario. Al final del libro hay un anexo con una selección de fragmentos para la realización de actividades de lectura y comentario de texto en las clases de secundaria y bachillerato, en el marco de asignaturas como Filosofía, Historia o Lengua.

La autora del libro es Carmen Sánchez Gijón, que ha sido profesora de instituto en la especialidad de Filosofía durante más de treinta años. Los relatos nos hablan de nueve protagonistas que lograron exponer sus reflexiones filosóficas en la antigüedad griega, la edad media o la revolución francesa. Son mujeres que vivieron en sociedades más hostiles para las mujeres que la actual, que estaban hechas a la medida de los hombres, donde se infravaloraba y devaluaba todo lo que hacía o decía una mujer. Aquellas que se atrevían a desafiar las restricciones sociales impuestas a las mujeres eran tachadas de hetairas y libertinas, o bien les arrebataban la autoría de sus obras para ser atribuidas a otros. Muchas autoras tuvieron que firmar con seudónimo masculino para poder publicar. Hoy en día parece que esto ha cambiado, pero todavía se publican menos libros escritos por mujeres pese a que nosotras leemos y escribimos más.

Durante mucho tiempo la exclusión femenina en el canon cultural se atribuyó a una incapacidad natural y en realidad dicha exclusión era fruto de la privación del derecho a la educación y de las barreras que impedían a las mujeres acceder al ámbito público. Pero las protagonistas de estos relatos se adelantaron a su época y, a través de sus éxitos, nos dejaron testimonio de que algún día sería posible para todas nosotras alcanzar las mieles del saber y transformar la cultura con nuestras ideas.

Si queremos un mundo donde no existan las desigualdades entre mujeres y hombres, se hace muy necesario que mostremos referentes en las clases, en los libros de texto. Es cierto que los libros empleados en colegios e institutos están comenzando tímidamente a recuperar la memoria de las grandes figuras femeninas de la historia, pero lo hacen de manera es algo muy sutil, casi anecdótica, como si se tratara de una rareza o curiosidad. Necesitamos más referentes femeninos, tanto para las niñas, como para los niños, porque si no hablamos de ellas es como si las mujeres no hubieran existido a través de la historia. Este silencio transmite a las niñas el mensaje de que las mujeres valemos menos, y eso es una importante barrera en su educación.

Este es un fragmento de uno de los relatos:

 Mary Shelley, Londres (1818)

“— Madre, estoy aquí de nuevo sentada a los pies de tu tumba en el bonito cementerio de St Peters Church. La sombra de dos sauces llorones que padre plantó a ambos lados de la tumba me protege del sol, no he faltado a mi cita desde que tengo uso de razón. Traigo tus flores preferidas, rosas blancas. Un cordón invisible me une a ti. Me asomo a los abismos del tiempo y te veo. Estas siempre ahí a mi lado, son tus escritos los que me dan fuerza. Me los sé de memoria de tanto leerlos. Me los leo y te los leo, porque desde pequeña te visito en el cementerio. Estás en cada rincón de Londres, en cada uno de mis viajes. Me veo reflejada en ti. (…)

—Otro día más aquí junto a ti. Vengo a darte una buena noticia. ¡Eres la abuela de Frankenstein! Quiero pensar que te sentirías muy orgullosa de mi última creación literaria. La historia se me ocurrió el verano que pasamos en la casa de campo de Lord Byron, en los alrededores de Ginebra. Acababa de perder a mi hijita nacida prematuramente en mi dieciocho cumpleaños. Percy pensaba que un cambio de aires nos sentaría bien. Tomaríamos un poco de sol y remaríamos por el lago Leman. Nos alojamos en la elegante casa Diodati de Lord Byron. Éramos un grupo muy divertido, formado por Percy, mi hermana Claire Clairmont (amante de Byron, embarazada de él), Lord Byron, su médico John William Polidori y yo. Hacía un tiempo infernal de lluvias y tormentas. De hecho, se lo recuerda como “el año sin verano”. Tuvimos que mantenernos recluidos en la casa y leíamos historias de fantasmas. Ya sabes que en los círculos románticos nos encantan los relatos de terror. Teníamos en nuestras manos la traducción francesa de una recopilación de leyendas alemanas y las leíamos con teatralidad, sentados alrededor de la chimenea.

Lord Byron nos propuso como juego un desafío que consistía en que cada uno de nosotros escribiera un relato. Todos aceptamos la propuesta y nos comprometimos a escribir una historia de horror basada en algún acontecimiento sobrenatural. Durante tres días no encontraba inspiración. Abatida por la tristeza, no era capaz de imaginar ninguna historia. Esa noche, antes de irme a la cama me quedé un rato escuchando la conversación que mantenían Percy y Byron sobre un tema de moda entre los círculos científicos y la corriente galvánica. El abuelo de Darwin era un galvanista convencido, defendía que las partículas orgánicas de animales muertos pueden recuperar cierto grado de vitalidad cuando se los somete a una fuente de corriente o calor. Al acostarme, daba vueltas en la cama sin poder dormir. Con mi cabeza apoyada sobre la almohada, caí en un estado de semivigilia y tuve una especie de ensoñación. Lo vi ahí, madre, como si estuviese despierta. Era Frankenstein, claro y nítido, el monstruo más triste, pero con la inteligencia suficiente como para darse cuenta de que su creador, un científico egocéntrico que lo crea a partir de restos de cadáveres, en realidad abomina de él y de su desgraciada naturaleza artificial. Pensaba en la relación que tuve con mi padre y con mi esposo Percy, en la muerte de mi hijita, en la tuya. Te vi, madre, el día de tu muerte. Frankenstein te llevaba en sus brazos. Quizá proyectaba en mis ensoñaciones el resentimiento y desengaño, las penurias, la frustración y la perdida de mis seres más queridos.

Los únicos que conseguimos finalizar los relatos iniciados aquella noche fuimos Polidori y yo. Los terminamos y publicamos más tarde. Mi “Frankenstein o el moderno Prometeo”, fue un éxito de ventas que ensombreció al vampiro de Polidori. Cuando se enteraron de que lo había escrito una mujer, las ventas empezaron a caer en picado”.

 


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