La obligación de ser bellas

Juana Gallego Ayala
Juana Gallego Ayala
Juana Gallego, vicesecretaria primera del Partido Feministas al Congreso. Profesora de Periodismo en la UAB
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La cruz más pesada que todas las mujeres tenemos que llevar (y digo cruz en sentido bíblico pese a mi agnosticismo recalcitrante) es la obligación de lucir siempre jóvenes, bellas y elegantes. Desde las actrices que han de posar en las alfombras rojas de los diferentes festivales de cine, las cantantes en sus videoclips, pasando por las presentadoras de televisión y acabando por las invitadas a la boda de la sobrina, la nieta o la prima, todas somos objeto de escrupulosa disección por parte de los asistentes a cualquier evento, hombres y mujeres.

Y el tema reviste tintes dramáticos porque la consecución de la belleza, incluso para quienes la han recibido como un don, siempre tiene un componente de artificiosidad. Desde muy jóvenes las chicas son adiestradas para que se pongan rimmel, se depilen las cejas, se embadurnen de maquillaje, se pinten los labios y, claro está, cuiden su indumentaria. Un cutis en el esplendor de la juventud puede realzarse aún más con todos esos potingues, pero el problema acaece cuando ese rostro empieza a resquebrajarse y a mostrar el implacable paso del tiempo. Entonces el maquillaje se transforma en máscara grotesca que las mujeres seguimos estando obligadas a usar y que provoca rechazo, disgusto, risa, horror o espanto, dependiendo de las manos de pintura que sean necesarias para esconder nuestro verdadero aspecto.

Desde muy jóvenes las chicas son adiestradas para que se pongan rimmel, se depilen las cejas, se embadurnen de maquillaje, se pinten los labios y, claro está, cuiden su indumentaria.

Y lo mismo pasa con el vestuario. Los cuerpos estilizados y esbeltos de las veinteañeras empiezan a marcar redoncedes, curvas, michelines y otros abultamientos cuando se pasa de la mediana edad, todo lo cual hay que tratar de ocultar intentando ser originales, llamando la atención, encargando vestidos extravagantes y exóticos que distraigan la mirada de los inquisidores. De esta manera se fijarán más en el envoltorio que en el ser que hay dentro. Añádase la tortura de los zapatos de tacón y la elección minuciosa del resto de complementos para hacerse una idea de la magnitud de la tragedia de la que estamos hablando. Y eso sin contar con las fases previas de la exhibición (peluquería, depilación de zonas visibles y abisales… con el consabido efecto maniquí de tamaño natural), etc.

Y es que la juventud y la belleza son los dos únicos valores reconocidos por la historia y el patriarcado a las mujeres.

Y es que la juventud y la belleza son los dos únicos valores reconocidos por la historia y el patriarcado a las mujeres. Ser joven y bella era una de las maneras posibles de salir de la pobreza, de aspirar a tener marido, de triunfar en sociedad: ahí tenemos las heroínas de Jane Austen, jóvenes casaderas cuya única esperanza era llamar la atención de algún adinerado; o la Angélica de El Gatopardo cuya belleza es el único capital que le abre las puertas de la decadente aristocracia, como tantas y tantas protagonistas de novelas en el pasado y aspirantes a celebridades en el presente. Con todos mis respetos, si algunas de nuestras actrices más reconocidas fuera de nuestro país no hubieran tenido la suerte de ser bellas… ¿habrían alcanzado la fama internacional?

Un bellezón juvenil será reemplazado por otro bellezón más joven todavía cuando a la primera empiece a cuarteársele la piel. Y ahí tenemos esas magníficas actrices que son relegadas a papeles de tía o abuela a los cincuenta años mientras sus congéneres masculinos de la misma edad siguen siendo los galanes a los que emparejan con casi adolescentes. Y si hablamos en clave popular, esos hombres maduros corriendo tras las jovencitas mientras ellas, en grupo, se zampan los melindros con chocolate al caer la tarde en cualquier cafetería de nuestras ciudades.

Y ahí tenemos esas magníficas actrices que son relegadas a papeles de tía o abuela a los cincuenta años mientras sus congéneres masculinos de la misma edad siguen siendo los galanes a los que emparejan con casi adolescentes.

Mientras ellos crecen y maduran sin artificio, y van envejeciendo de manera progresiva y natural, las mujeres tienen que someterse a todo tipo de crueldades, físicas y emocionales, para poder vadear este injusto recorrido vital. Hasta que las mujeres no alcancemos el derecho a mostrar nuestro rostro tal cual es en cada etapa de la vida y a ser valoradas por algo más que por la tersura de nuestra piel, no podremos vanagloriarnos de ser consideradas sujetos en el sentido trascendental del término. Todo lo demás es autoengaño y falsedad.

 

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