Deseo, prostitución y vientres de alquiler

Lucía S. Naveros
Lucía S. Naveros
Periodista y feminista. Asociación Hypatia.
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La consideración de las mujeres como personas está siempre pendiente de un hilo. En el mejor de los casos, los hombres deben hacer un ejercicio de empatía y de ética para defender derechos que afectan solo y únicamente a las mujeres. En el peor, pretenden seguir disfrutando de los privilegios que les han venido dados por la cultura, e incluso ampliarlos.

Ocurre con la prostitución, que muchos defienden como un mal inevitable que hay que regular para reducir los daños, y ahora está sucediendo también con los vientres de alquiler.

Empecemos por la prostitución. La satisfacción del deseo sexual de los hombres, caiga quien caiga, es una de las prioridades de la cultura mundial. Hasta el más pringado de los varones tiene derecho a un cuerpo femenino sumiso para su disfrute a través de la milenaria institución del burdel, siempre al alcance de todos los bolsillos. En el burdel el varón burlado ve restituido su poder. Puede estar en paro, sufrir las humillaciones de los amigotes del bar, haber sido colocado en lo más bajo de la escala de la masculinidad, pero en el burdel siempre encontrará “una puta” que se pliegue a sus deseos. Con el burdel, los hombres –los que son puteros y los que no lo son– tienen siempre garantizado como un derecho la satisfacción de su sacrosanto deseo sexual, y todos, como clase, se benefician de la ventaja simbólica que implica ser el soberano. La prostitución les dice: “hasta tal punto es importante tu deseo que toda una casta de mujeres y niñas puede ser sacrificada para ti”. Al otro lado está lo que le dice la institución del burdel a las mujeres: “hasta tal punto es insignificante tu vida que puede ser sacrificada para la satisfacción de un deseo”. Los hombres, pues, caminan por el mundo sobre los hombros de las putas. Muchos lo saben bien, ya que es en los burdeles donde cierran sus negocios, a donde invitan a sus clientes, donde sellan sus hermandades. Y defienden con uñas y dientes al burdel, incluso con el peregrino argumento de que las mujeres que malviven en esos sórdidos harenes están haciendo un supremo ejercicio de libertad que ellos, siempre galantes, están dispuestos a defender. Son tan poderosos simbólicamente los hombres, en ese imaginario regulacionista, que hay quien defiende encarnizadamente que dedicar la vida a servir a sus deseos transmite algo de poder a las mujeres.

Los hombres, pues, caminan por el mundo sobre los hombros de las putas. Muchos lo saben bien, ya que es en los burdeles donde cierran sus negocios, a donde invitan a sus clientes, donde sellan sus hermandades.

El derecho a ser una persona, no una cosa, no ha sido adquirido aún por las mujeres como colectivo. Nuestra categoría de objeto que se puede inmolar para la satisfacción del deseo del hombre, que llevamos arrastrando siglos, queda aún más clara con los vientres de alquiler. En esa macabra transacción las mujeres no son sólo cosas, son recursos naturales, como los pobres bosques, los tristes mares llenos de plástico, las canteras. No es nueva la explotación del patriarcado sobre la capacidad reproductora de las mujeres, pero con dos siglos de lucha habíamos conseguido el derecho a la filiación, a la patria potestad materna, a la planificación de la maternidad. Logramos dejar de ser conejas para el Estado y la familia, proveedoras de “carne de cañón, de lupanar y de fábrica”, como proclamaban aquellos anarquistas que a principios del siglo XX convocaron en Barcelona la primera “huelga de vientres” de la historia.

Son tan poderosos simbólicamente los hombres, en ese imaginario regulacionista, que hay quien defiende encarnizadamente que dedicar la vida a servir a sus deseos transmite algo de poder a las mujeres.

Todo eso está en riesgo. Los vientres de alquiler atentan contra derechos humanos inalienables, pero al tratarse de derechos que afectan al “cuerpo que pare” y no “al cuerpo que legisla” (distinciones que ha tenido a bien recordarnos Girauta), se convierten en cosas que se pueden comprar y vender (en concreto, niños y niñas). A nadie se le ocurriría legislar para ir a comprar votos a los barrios pobres, por mucho que a los partidos políticos les resultara rentable y deseable: el sufragio es un derecho inalienable, no se puede vender ni comprar, y su mercadeo genera alarma y reproche social. Esclavizar a una mujer durante nueve meses (estableciendo por contrato qué puede comer y qué no, si puede mantener relaciones sexuales, limitando sus movimientos) y comprar a su hijo se ve de lo más normal en las revistas del corazón que nos presentan a Cristiano Ronaldo, Javier Cámara y Miguel Bosé como felices y edulcorados “papás”.

Los vientres de alquiler atentan contra derechos humanos inalienables, pero al tratarse de derechos que afectan al “cuerpo que pare” y no “al cuerpo que legisla” (distinciones que ha tenido a bien recordarnos Girauta), se convierten en cosas que se pueden comprar y vender (en concreto, niños y niñas).

Otros defienden que ya que todos estos hombres están dispuestos a comprar niños y alquilar madres, lo mejor es regular y legalizar esta práctica, porque es imparable e inevitable. No se les ocurriría legislar y regular la corrupción, por ejemplo, que también es parece imparable, aprobando una ley que permitiera llevarse un 3 por ciento de comisión por las obras públicas. La ceguera selectiva que provoca el patriarcado, cuando al cuerpo y a los derechos de las mujeres se refiere, no termina nunca de sorprenderme.

 

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