Me pregunto cuántas veces puede una mujer gritar que no está loca sin que se logre el efecto contrario. Cuántas veces serán necesarias para que le estampen un diagnóstico de depresión u otra enfermedad en la frente, y qué número infinito de noches sin dormir, llenas de sufrimiento, pudo acumular antes de estallar de esa forma …
Mis preguntas van dirigidas a esas personas que piensan que las mujeres estábamos mejor antes, hace años, cuando en España vivíamos en familias muy estructuradas, y dentro de un sistema cínico en el que todos (» todas» no existía), debían parecer felices, comer perdices, y dar con los huesos a los más pobres de ese sitema en las narices.
Pues va a resultar que no… que las que contamos ya con cierta edad, guardamos recuerdos que van tomando forma a lo largo del tiempo, y nos van dando algunas respuestas, aunque no todas, a muchos aspectos que entonces no entendíamos, porque no querían que lo hiciéramos… por ejemplo, la lista de enfermedades raras ,ocultas, e innombrables, que sufríamos las mujeres.
Guardo recuerdos de la señora Emiliana que, según mi madre,»padecía de los nervios». En mi imaginación infantil, yo tenía miedo de esa señora, no fuera a ser que algún día se le desataran los «nervios» y nos atacara de alguna forma salvaje. Pronto entendí que su padecimiento era peligroso solo para ella, porque se limitaba a permanecer en la cama, día tras día, con la persiana bajada. Su hija, una niña blanca y ojerosa, mayor que yo, saltaba a la goma y jugaba con otras niñas en la calle, sin que nadie le preparara el bocadillo.
Con los años, descubrí también que, en realidad, lo que padecía esa pobre mujer, era alcoholismo. Pero esa palabra no podía pronunciarse entonces, y menos aún, si era dirigida a un ama de casa y madre. Sacrosanta institución que mantenía maquilladas las miserias del sistema. Así es que allí se quedó nuestra durmiente, tumbada la mayor parte del día, sobre la cama de un lúgubre dormitorio con el cabecero presidido por la cruz… Además, no tenía marido, o eso me parecía a mí. Aunque un día, supe que sí, que, sorprendentemente, un hombre con ese título honorífico vivía allí también, pero que llegaba solo por la noche.
Lo que mi madre llamaba «padecer de los nervios», encerraba todo un espectro de enfermedades y situaciones innombrables: madres solteras a las que habían echado de casa y no eran bien aceptadas, mujeres abandonadas, tanto física como emocionalmente, alcohólicas, depresivas, y probablemente, un gran número de padecimientos más, latiendo en corazones arrasados que solo buscaban anestesia: el vinito del guiso, o los famosos optalidones rosas para el dolor de cabeza…
«¿Abuela, pero a ti te gustaba mi abuelo?». «Calla, no digas sandeces».»Es que como tú tenías diecinueve años, y el treinta y seis, y además él fue antes el marido de tu hermana muerta al dar a luz … «.
La abuela Margarita, por fortuna, nunca «padeció de los nervios», de hecho, llenó mi infancia de felicidad. Pero sé que en su cuerpo pequeño y recio, encerraba todo tipo de secretos padecimientos. Es cierto, no sucumbió a nada de lo que le ocurrió en su vida. Permaneció interpérrita al lado del fogón, vestida con aquel luto permanente que sumaba el de su hermana al de su marido. Pero siempre, sin perder la ternura, ofreciéndonos comida a todas horas, como si no hubiera un mañana. «Come, hija, y no te preocupes por nada, que la luz que va delante es la que alumbra y más se perdió en la guerra…». Aquella persona sabia, como solo pueden serlo las mujeres que rebosan victorias ganadas en batallas de sufrimiento, solía hablar con refranes, acostumbrándonos a vivir en la metáfora.
«¿Entonces, te gustaba el abuelo ya cuando estaba casado con tu hermana, sí o no?», volvía yo a insistir. «¡ Tienis unas tontunas…!», me decía en su extremeño fronterizo.
«Y la niña de tu prima, ¿por qué no podía vivir con su madre, por qué no la querían sus abuelos?, ¿y qué es eso de que no tenía padre, si habéis dicho que era un señor rico de Cáceres?»…
Y es que otra de las enfermedades graves que creó aquella sociedad fue la «soltería», un estigma cuyos efectos observé a mi alrededor. Recuerdo, especialmente, la anécdota que me contó una señora en un pueblo pequeño en el que ejercí de maestra: «Pues sí, me pasó eso, le dije a mi madre que me quería ir a vivir a Barcelona, a una famosa fábrica de lápices . Así es que ella se subió al doblado a por la escopeta, bajó con ella, se me pudo delante, y me dijo que si la abandonaba, y faltaba a mi deber de cuidarla, como buena hija soltera… se pegaba un tiro y acababa con todo. Me dio tanto miedo, que no me fui…».
Lo que mi madre llamaba «padecer de los nervios», encerraba todo un espectro de enfermedades y situaciones innombrables: madres solteras a las que habían echado de casa y no eran bien aceptadas, mujeres abandonadas, tanto física como emocionalmente, alcohólicas, depresivas, y probablemente, un gran número de padecimientos más,
En resumen, las mujeres que «padecían de los nervios», habían perdido los sueños, y de paso, el cuerpo en grasas gigantescas, o en todo lo contrario; la mente en dormitorios con persianas cerradas o en ambientes asfixiantes; encerraban, también, ellas mismas a sus hijas, o las echaban de casa por ser madres solteras, reproduciendo un esquema agónico. Sus maridos eran seres etéreos que, la mayoría de las veces, aparecían de noche solo para causar disgustos. No, no hablo de las mujeres de un país lejano… hablo de «nuestras» enfermas del ayer.
¿No todo era así? Vale, no todo, no todas, pero muchas, muchísimas mujeres vivían estas situaciones, más de las que nos podamos imaginar. Ahora mismo, en mis conversaciones con las ancianas, sigo escuchando sus quejas…
Todo esto es para recordarnos que, aún hoy en día, hay quien quiere que las mujeres nos vayamos de vuelta al sueño etílico del vinito para guisar el pollo, o a a lavar al río, como bien dijo alguien hace poco. Y todo, imaginando que no hemos aprendido de los agravios, que no hemos crecido. Que no hemos visto las medallas victoriosas de nuestras abuelas. Vamos, que nos hemos caído de un guindo.