La fantasía de la igualdad termina con la maternidad. Mujeres empoderadas, formadas, independientes económicamente y con carreras profesionales consolidadas ven como su castillo de naipes se derrumba en el momento de quedar embarazadas y su proyecto de vida, a consecuencia de la educación machista recibida, cambia radicalmente y para siempre teniendo que compatibilizar el trabajo dentro y fuera del hogar, convirtiéndose su tiempo en circular, compaginando la producción y la reproducción y, finalmente renunciando a sus sueños.
En el tiempo lineal hay un principio y un fin, una hora de entrada al trabajo y una de salida, sin interrupciones, con total implicación, presencialidad, concentración. Con el embarazo, a medida que la barriga crece también aumenta la percepción de que todo lo que una mujer hace está impregnado por el rol femenino que le viene impuesto, y que esa libertad de moverse a sus anchas termina donde comienza el cordón umbilical. Ese ser vivo desarrollándose en nuestra matriz nos despierta en el mundo machista, en el que aún nos corresponde el deber de cuidar, mecer, consolar, amamantar, amar incondicionalmente. Ser madre se revela como el primer y más importante oficio, cualquier otra tarea o cargo que ocupemos laboral o socialmente pasa a ser subalterno con respecto a la maternidad. Así las mujeres al convertirse en madres se ven forzadas a prescindir de muchas cosas a las que no está obligado a renunciar un hombre, incluso a sus otras identidades. Es visto como algo natural y necesario que ella dedique la mayor parte de su tiempo, si no todo, a la crianza del bebé, algo que se dar por supuesto y ni siquiera se valora como el gran activo socioeconómico que es todo el trabajo reproductivo que las mujeres aportan gratuitamente por defecto. Los tiempos de las mujeres cambian, y sin tener un principio ni un fin, acuden a sus trabajos, con el grueso de la carga doméstica, pidiendo permisos para acudir a tutorías escolares, a citas médicas, aprovechando el rato de descanso para hacer la compra y, al terminar la jornada laboral, encargarse de las tareas de la casa. Un tiempo circular agotador, que mengua la salud e imposibilita la dedicación completa y el ascenso profesional. Y es que el mito del amor de madre, como supuesto instinto biológico, junto con el del amor romántico ha supuesto para las mujeres una esclavitud hacia las tareas de cuidado y a la renuncia de la propia esencia para ceder todo el protagonismo al varón.
En el ámbito artístico, como en tantos otros, encontramos geniales pintoras a las que la maternidad les supuso un cambio radical en su proyección profesional privándonos, a la sociedad en general del goce de disfrutar de las maravillas que hubieran podido crear las mujeres y que no han podido hacerlo por una cultura patriarcal que lo ha impedido.
Cierto es que a las alturas que estamos, de contar con todo tipo de electrodomésticos e incluso de, en magníficos casos tener parejas que practican la corresponsabilidad, las mujeres continuamos sintiéndonos, por la presión social, las responsables de las tareas domésticas y de los cuidados, dedicando circularmente nuestro tiempo a ello, sin disponer tiempo para el ocio y estando siempre cansadas. Betty Friedan en “La mística de la feminidad” de 1963 explicaba el fenómeno del vacío existencial que sienten las mujeres cuando tras estudiar una carrera o tener un empleo lo abandonan para dedicarse a las tareas del hogar, incluso de la privación que sienten por sentirse privadas de una función en la sociedad acorde a su capacidad. Desterradas por tanto de un papel activo en la sociedad, más se aburren y prolongan la reiteración de las labores, la monotonía en sus vidas, el aislamiento y la falta de estímulos. Friedan advertía incluso que cuanto más supera la inteligencia las necesidades de trabajo, mayor es el aburrimiento.
Como ya reivindicó en 1929 Virginia Woolf respecto a tener “Una habitación propia”, Friedan también matiza la falta de privacidad y la carencia de espacios en el hogar donde las mujeres puedan pensar, trabajar, estudiar o, sencillamente estar solas, pero concluye, que si los tuvieran, por la educación recibida orientada a la dependencia y cuidados, tampoco sabrían que hacer con dichos ellos y que su uso lo dedicarían a compatibilizarlos con los cuidados retomando la idea de tiempo circular.
La vida de muchas mujeres nos sirve de ejemplo de todo cuanto he afirmado, sin embargo voy a ejemplificarlo tratando sobre la de la pintora francesa Berthe Marie Pauline Morisot , fundadora, figura clave y la mejor exponente del movimiento impresionista francés, aunque invisiblizada por ser mujer. Nacida en Bourges en 1841, a los 23 años Ya expuso en el Salón de Paris y en 1874, con tan solo 33 años, en las exposiciones impresionistas junto a Monet, Degas y Renoir. Berthe se esforzaba por plasmar las sensaciones de visión mediante una compleja red de pinceladas quebradas que la colocaron en la vanguardia de su época. Su pintura, muy ligada a su propia vida y a la de las personas que la rodeaban, mostraba su entorno tal y como ella lo veía, con una gran naturalidad. Por su talento y habilidad, ganó el respeto y reconocimiento público de sus colegas varones contemporáneos, logro por lo demás inusual para las mujeres de la época. Su voluntad de romper con la tradición, la trascendencia de sus modelos y su capacidad la convierten en la gran dama de la pintura.
Iniciada en el paisajismo que cultivaba del natural, pasó a dedicarse largas horas en El Louvre copiando las obras de los grandes maestros y aprendiendo de ellos hasta convertirla en una prodigiosa de los retratos. Su amistad con Édouard Manet, que posteriormente se convirtió en su esposo le permitió conocer de primera mano los primordiales debates sobre el arte moderno y la realidad cotidiana, que solían ser discutidos en el Café Guebois, lugar vetado para las mujeres. Gracias a las conversaciones que mantenía con éste y otros artistas en las veladas de los martes en casa de su familia, y en las de los jueves, en casa de Manet, Berthe consiguió acercarse a los círculos artísticos del momento, adosando sus intereses a los del futuro grupo impresionista y comenzando a pintar temas de temáticas domésticas de la vida moderna que mostraban su dominio de la pintura al aire libre pero curiosamente el embarazo y maternidad de su hermana Edma, provocó en ella unos sentimientos que le condujeron a sentirse atraída por temas relacionados con la vida familiar, las escenas de interior, las reuniones intimistas y las maternidades, cuya obra “La cuna” de 1872 es una de las obras maestras del impresionismo francés.
Se trata de un óleo de pequeño formato, de apenas cincuenta centímetros de altura y poco más de cuarenta y cinco de anchura, y en el que representa a su hermana que mira cándidamente a su hija, Blanche, recién nacida mientras la niña duerme plácidamente en su cuna. Se trata de una escena intimista ambientada en el interior de una alcoba; la madre aparece sedente y ataviada con un vestido negro que resalta sobre el resto de la composición. Uno de sus brazos descansa sobre la cuna del bebé mientras que el otro permanece doblado sujetando su cara, esta postura enfatiza la diagonal de su mirada que dirige hacia su hija y que será el eje sobre el que la artista articula la composición. Por su parte el bebé descansa tranquilamente en la cuna cubierta con sábanas blancas y por un dosel semi-transparente que demuestra la habilidad de la pintora en el tratamiento de las transparencias, de modo que, tras un sinfín de veladuras podemos apreciar el rostro del bebe con los ojos dormidos. El gesto de Edma, que corre el visillo de la cuna entre el espectador y el bebé, intensifica todavía más el sentimiento de intimidad y de amor protector expresado en el cuadro. En la actualidad, el lienzo de Morisot se encuentra en el Museo de Orsay de Paris. Y a partir del mismo este tipo de escenas se convierten en las predilectas por la pintora.
En 1874 se casó con Manet y en 1878, a los 37 años, Berthe dio a luz a su hija Julie lo que supuso un drástico cambio en su producción pictórica convirtiéndose ella en modelo predilecta desde su infancia y hasta su adolescencia, sola, con su gato, jugando, sentada, en pie, con su padre, con un bote, con su muñeca, en el bosque, en el baño y en todas las posturas y actitudes que logró imaginar. Para Berthe su maternidad no la anuló artísticamente pero si la cambió en su forma de entender la vida y pintar convirtiendo a su hija en el epicentro de la misma. Cuando Julie tenía tan solo 17 años, su madre falleció a consecuencia de una congestión pulmonar. Berthe Morrisot tenía tan solo 54 años dejándonos como legado obras maestras de primera línea dentro del impresionismo francés muestra de la producción de una pintora profesional, esposa y madre a quien la maternidad no solo le cambio la vida, también la producción pictórica, el tiempo y el espacio que quedo reducido a las atenciones de su hija, convirtiéndola en su musa.
El patriarcado ha convertido a la maternidad en un mito que presiona a las mujeres limitándolas y oprimiéndolas, idealizando un estado que implica renuncia a proyecto vitales ajenos a los biológicos. ¿Biología, educación o necesidad de avivar el mito para mantener la supremacía machista? Esa es la cuestión.