Víctimas de la trata de blancas en la mayoría de las ocasiones, o de la violación en otras, a las prostitutas les ciega la luz del día por acostumbrarse a pasar sus vidas viviendo en la oscuridad de la noche o alumbradas por las rojas luces de neón de los lupanares. Sus “no” no valen, porque son putas y poner resistencia es peor, necesitan permanecer quietas sin rechistar.
Extorsionadas por sus proxenetas, abandonan sus camas cuando empieza a atardecer maquillan sus rostros con gruesas pinceladas que tapen sus tristezas y ojeras y, con las vestimentas mas descalabradas suben a un taxi que las recoge y abandona en la carretera hasta el amanecer. En la calle comienza la carrera por ser la más puta entre las putas y así obtener más privilegios y reconocimientos ante su dueño y señor quien, de recaudación se queda un 75%.
Los clientes, los puteros, gozan si las ven llorar y a cambio de unos miserables euros se apropian de sus cuerpos permitiéndose exigir todo tipo de aberraciones, obligándolas a hacer felaciones, orinándose o defecando en ellas, practicando el más duro de los sexos y despidiéndose diciendo “solo eres una puta”.
Las más afortunadas tienen por cobijo el techo de un club, al que acuden diariamente hombres casados o con pareja tras su jornada laboral donde ellas esperan acostumbradas al sufrimiento, a la violencia y al sin sentir. Allí beben, consumen drogas y desinhibidos obtienen sexo a cambio de dinero. Los jóvenes acuden en manada con el propósito de ser protagonistas de las películas pornográficas que acostumbran a ver. Luego están los cuarentones y cincuentones que buscan demostrar su hombría y virilidad ante otros, que pagan por violentar y volver a sus casas con la conciencia tranquila de haberlo hecho a cambio de unas monedas. También acuden solitarios, raritos, que odian a las mujeres y canalizan ese odio a través de la prostitución. En este grupo se encuentran los cosificadores, para quienes las mujeres son objetos a su servicio; Los arriesgados, que demandan sexo sin protección, sin preservativos y generalmente acompañado de cocaína; Los buscadores de pareja o rescatadores, que buscan una relación afectiva que siempre termina en violencia de género; Los personalizadores, que además de sexo buscan en la mujer a la psicóloga y en última instancia los agresores, que recurren al sexo para ejercer la violencia sobre las mujeres, en este caso prostitutas.
Ni unos ni otros ven a la persona que hay detrás de la puta y, lo más estremecedor, se atreven a decir que es un “trabajo sexual” que hay que legalizar, incluso actualmente nos encontramos con la depravada idea de crear sindicatos que persigan considerar la prostitución como una salida laboral para las mujeres, y por tanto el orgullo putero como un novedoso negocio.
Etimológicamente del latín tardío “burdus”, que significa bastardo, procede burdel que junto con prostíbulos, mancebías y lupanares han sido escenarios inspiradores para muchos artistas que, en grupo o en soledad nos han trasladado imágenes de alegres prostitutas cercanas al estereotipo de la femme fatale y en los que, si aparecen hombres, se reflejan pasivos, esperando y relajados próximos a la barra del bar. Imágenes por tanto totalmente discordantes con la realidad puesto que ellas son el objeto y la víctima sexual.
Con más o menos sutileza la historia del arte, los museos y colecciones están plagadas de estas representaciones que nos llevan a pensar en lo atractivos que debieron resultar para los “grandes maestros” visitar estos locales y lo enigmáticas que les resultaron estas mujeres. Quizá el que rápidamente acude a nuestra mente es el francés Toulouse- Lautrec, tildado por algunos como el amigo de las putas e hijo de un matrimonio entre dos primos hermanos de una familia aristocrática. Producto de la endogamia Henri fue un chico enfermizo y débil que, cuando tenía diez años, empezó a desarrollar una enfermedad que le afectaba los huesos, ello sumado a que a los 14 años tropezó y se fracturó el fémur izquierdo y al poco tiempo se quebró el derecho, provocó que sus piernas no volvieran a crecer, aunque sí el resto de su cuerpo. Su deformidad, evidente, le provocó graves problemas y traumas.
Desde pequeño siempre mostró interés por el arte, separados sus padres y despreciado por su progenitor abandonó Albi, su ciudad de nacimiento, a los 17 años y se trasladó a vivir a Paris donde además de estudiar dibujo comenzó a frecuentar el ambiente de Montmartre y a relacionarse en los cafés y cabarets con bohemios, prostitutas, absenta y opiáceos, a la par que a pintar los temas que le hicieron famosos, los prostíbulos y burdeles cuyas protagonistas aparecen desvergonzadas, divertidas, frívolas, en actitudes groseras, que parecían provocar en el artista simpatía e inspiración.
En mi opinión, y sin cuestionar la magnífica calidad de la obra de Lautrec, a través de su producción, el artista nos ofrece una imagen alejada del mundo de la prostitución que maquilla convirtiendo en un circo lo que en realidad es un infierno y del que él mismo terminó siendo una víctima. Asiduo del Moulin Rouge, del Jardin de Paris o del Divan Japonaise, de la vida nocturna, del mal comer, de los excesos de alcohol y del mal dormir, se dedicó en sus últimos años a pintar a cambio de favores sexuales, comida o alojamiento. Una crisis paranoica lo llevó a un intento de suicidio con metileno, contrajo sífilis, sufrió ataques de delirium tremens y finalmente, en 1901, a los 36 años falleció tras haber permanecido los últimos dos bajo el cuidado de su madre.
Otto Dix, José Gutierrez Solana, Rudolph Bergando, Picasso, Jean-Louis Forain, Botero son otros artistas, entre muchos, que con jolgorio, ligereza y liviandad han tratado en sus pinturas las “alegres” vidas de las prostitutas vendiendo una imagen alejada de la realidad y enmascarando en clave patriarcal un submundo aterrador de violencia sexual para las mujeres que, a la fuerza, se ven sometidas a vivir de ello.
A diferencia de ellos, el holandés, nacido en Rotterdam en 1877, Cornelius Théodorus Marie van Donge, con una sensibilidad especial captó el alma triste de estas mujeres. Firmando sus obras como Kees van Dongen, inició su formación en la Real Academia de Bellas Artes de su ciudad natal y, con apenas 16 años, comenzó a frecuentar los rincones oscuros del puerto para codearse con marineros y prostitutas. Instalado en Francia, después, e influido por los impresionistas, fauvistas y expresionistas creó un estilo personal que abogaba por los colores puros, estridentes, la no-sumisión frente a las tradiciones y la no-suavidad de las imágenes, así como por delatar y denunciar los excesoss en Montparnesse a través de la representación de vicios, historias, personajes y crueles realidades.
Sin ninguna carga erótica, ni sensual sino todo lo contrario, y con gran subjetividad, Kees van Dongen retrató a prostitutas en su enfermiza realidad, envuelta en rojos chillones y rasgos marcados por espesas líneas de maquillaje que, pese a las gruesas capas de pintura no tapan la tristeza ni las ojeras. Imágenes provocadoras que, con sometimiento y abnegación ofrecen su seno al mejor postor. Imágenes sofisticadas, con vestimentas provocadoras que evidencian la triste realidad de esas “alegres” prostitutas que puteros y proxenetas nos quieren vender y que desde el feminismo y la lucha por la igualdad debemos abolir puesto que nada excusa ni justifica la mercantilización del cuerpo de una mujer.