Diríamos que los retos más complicados, pero también significativos, que tiene el feminismo de cuarta ola son de naturaleza ontológica. No conceptual, ideológica, o filosófica. Tampoco política. Con lo relevantes que puedan ser -y sin duda hayan sido- todos esos planos de desarrollo del feminismo. El nudo gordiano del próximo feminismo, de éste que ya inunda el presente de los ochos de marzo, es su ontología. Es decir, el feminismo de la cuarta ola lidiará con la esencia del feminismo.
Es cierto, es cierto, parece que sucede al contrario; que el feminismo ya ha superado la fase de las esencias, que ya transitó por su propia adolescencia traumática después de una infancia agitada, pero ya vive en plena madurez adulta, sabiendo perfectamente qué y quién es. Y que por tanto la cuarta ola sería cuestión de afinar las estrategias y poner en práctica tácticas que, principalmente, resuelvan los problemas de encaje que el feminismo pueda albergar como movimiento social transformador. O sea, que lo que quedaría sería una cuestión de operativa y de planificación, pero sobre todo de política. En efecto, claro que queda todo eso. Sin embargo, tras los árboles de lo posibilista está el bosque de lo esencial.
En lo esencial es donde está la batalla, porque de alguna manera en las nuevas convulsiones identitarias del siglo XXI parece que el feminismo está acumulando un ciclo que le conduce a retornar sobre sí mismo, como si a lo largo de su historia y del compromiso y trabajo de todas las mujeres hubiera ido avanzando en una espiral ascendente, y ahora mirara sus primeros logros desde la altitud de los indiscutibles progresos sociales, sí, pero progresos que no deberían haberle movido de su naturaleza originaria.
No cabe sorpresa. Al igual que hicieron en el pasado y han venido construyendo en todos los presentes, ya hay mujeres pensando y repensando el feminismo para mantenerlo como el movimiento emancipador y transformador que es. Aunque la crítica constructiva es deseable, necesaria y aceptable, es evidente que las mujeres del feminismo encuentran en cada momento el rumbo a seguir, aunque a veces la brújula quede imantada, o en ocasiones la tempestad arrecie. En eso, el feminismo como cualquier otra empresa humana, tiene que gestionar siempre las ineludibles dinámicas complejas y cambiantes de las sociedades, precisamente, humanas; con las cuotas que correspondan de dificultades y de grandezas. Confundir esa gestión de la complejidad con fracturas en el feminismo no es más que una visión torticera alimentada por las corrientes sistémicas que el feminismo trata de subvertir; léase, el patriarcado.
Igual sucede con el contraste entre feminismo y postulados LGTBi+, y en su marco las denominadas teorías queer. En efecto, entre ambos conjuntos de movimientos reivindicativos hay marcadas discrepancias, algunas de ellas medulares, troncales. El feminismo tiene en esa brújula que mencionábamos hacer que el rumbo de las mujeres sea integrador con los derechos y libertades individuales; es absurdo sugerir lo contrario, puesto que el feminismo es un marco emancipador, y por tanto una convulsión en los sistemas sociales cuya intención máxima es sustituir la columna vertebral del patriarcado por una arquitectura de libertad. A estas alturas, no cabe atribuir al feminismo un afán discriminatorio, y si se hace es preciso analizar los anclajes de esa atribución.
En esos anclajes de quienes imputan al feminismo voluntad impositiva conviene no perder de vista que la reapropiación de derechos para las mujeres no se ha hecho a costa de una cesión voluntaria por parte de quienes detentaban el poder. Es decir, es imperativo tener presente en cualquier estrategia feminista que un sistema organizado de poder, activo desde el principio de la historia, no abdica de sus prerrogativas y privilegios: como todo esquema de poder, que además tiene consciencia de estar asentado sobre un «derecho natural», lo que intentará hacer es ceder en unas cuestiones para invadir, todavía más insidiosamente, terrenos por otros flancos. Y lo hará de maneras cada vez más difíciles de detectar. Expresado de otra forma: desde hace décadas la estrategia del patriarcado es ser feminista, es apropiarse del feminismo.
Decíamos reapropiación de derechos por parte de las mujeres porque el feminismo no ha conquistado derechos que las mujeres no tuvieran, sino que ha recuperado aquellos que ningún hombre debía ni podía conferirles pero sí arrebatarles por la fuerza. Tengamos presente que los sistemas sociales son patriarcales, y que cuando están «cediendo» o «concediendo» derechos lo hacen desde la dinámica de cualquier poder constituido: con la estrategia puesta en no perder ventaja en cuanto a privilegios.
No nos equivoquemos. Las mujeres no tienen ahora más derechos que antes. Siempre han ostentado los mismos derechos, pero privadas de su materialización, despojadas de su ejercicio. La diferencia entre el siglo XXI y el siglo I es que las mujeres, a través de su empeño, han logrado reapropiarse de esos derechos que le son inherentes pero que estaban cercenados por el poder de naturaleza patriarcal constituido. A ese proceso de reapropiación le podemos llamar “conquista” como figura retórica, pero sin que nos lleve a perder el foco sobre lo relevante: ningún sistema de poder basado en una ideología con pretensiones de derecho natural, como el patriarcal, dejará de hacer lo posible para continuar manteniendo ese poder. En esencia, la visión patriarcal es que las mujeres no tienen más derechos que los que el hombre le conceda; y si el activismo feminista suma más derechos al cupo de la mujeres, el instinto patriarcal irá en la dirección de que esa merma de poder que haya podido producirse en el cómputo del hombre haya que reequilibrarla de algún modo.
Con esta consciencia en mente es más sencillo asimilar que el patriarcado siempre será neopatriarcado; que un sistema de poder siempre tenderá a adaptarse y readaptarse ante dinámicas emancipadoras, buscando maneras de conservar la cuota de privilegios. La estrategia principal y más perversa en este proceso continuado de neopatriarcado será la parasitación del feminismo. ¿O es que nos hemos creído que, de repente, en el transcurso de cinco años, la sociedad se ha vuelto feminista, los hombres nos hemos convertido al feminismo? ¡Ni que esto fuera una fábula de Disney!.
Obviamente, no negamos ni cuestionamos el progreso. Ese avance es claramente el resultado del activismo feminista. No pretendemos ni siquiera matizarlo. Lo que queremos es mantener la alerta, puesto que el camino que llega es más confuso que el precedente, mucho más malicioso. Es el patriarcado profeminista.
Ilustremos el asunto nada más que con dos cuestiones, para no hacerlo largo. La igualdad y la maternidad. A poco que tengamos claridad de mente, nos daremos cuenta de el concepto de igualdad que peligrosamente habita en la consciencia colectiva es patriarcal. Desde que el hombre asumió la igualdad como directriz del orden social, siempre ha pensado en ella como una igualdad masculina. En el esquema patriarcal la igualdad implica ser igual al hombre. De forma que la intención del patriarcado será «conceder» a las mujeres los mismos derechos que los hombres. ¿Suena bien, verdad? Claro, pero es un engendro conceptual, una trampa ontológica. Por eso el reto principal del feminismo será ontológico.
El feminismo nunca ha reivindicado que la mujer pretenda ser igual al hombre. Tampoco que tenga los mismos derechos que el hombre. El feminismo es una conmoción que entra en el sistema para redefinirlo, no teniendo al hombre como centro; no estableciendo una matriz normativa a partir de los derechos del hombre; sino reinstaurando el necesario conjunto de equilibrios y contrapesos, que le es propio a cualquier sistema de intersección de derechos individuales y colectivos, desde la premisa de la ausencia de dominación y de discriminación de unos seres humanos sobre otros. Si por el contrario nos quedamos con la premisa de que el feminismo busca la igualdad entre hombres y mujeres, es posible que perdamos pie.
El feminismo tiene el propósito estratégico de erradicar la igualdad basada en el hombre, y de establecer un sociedad justa, equitativa e igualitaria sobre una base desprovista de privilegios que apelen a condiciones sexuales, identitarias, ideológicas o de cualquier otra índole que no sean los principios de convivencia democrática arbitrados por los derechos humanos.
Así las cosas, el neopatricarcado, que siempre es el patriarcado que se adapta, ha terminado por hacer suya la histórica reivindicación igualitaria, pero no para con ella diluir el poder del hombre, sino para infectar la igualdad con «igualdad», la igualdad esencial de derechos y oportunidades con «igualdad» identitaria. No está claro que nos hayamos dado cuenta todavía de la perversidad de este movimiento adaptativo del patriarcado.
Porque esa igualdad identitaria promovida por el neopatriarcado tiene el propósito estratégico de adulterar ontológicamente a la mujer. Si lo pensamos en frío, es una jugada inteligente: puesto que la mujer se está reivindicando como sujeto político, diluyamos el concepto de mujer, cambiémoslo, transformémoslo a «nuestra imagen y semejanza», dirían en el neopatriarcado. Al final, la mujer dejará de ser mujer para ser «igual al hombre».
Ya sugeríamos en un artículo anterior que, aunque nos parezca paradójico, un macho se mostrará mucho más favorable ante una persona LGTBi+ que ante una mujer. Instintivamente, el macho percibe que su cuota de poder está amenazada por la mujer, pero no por la persona LGTBi+. De esta forma, promover un estado de derechos vinculados a los deseos individuales le sale al patriarcado mucho más a cuenta que un estado de derechos basado en la protección de la integridad de la soberanía popular, que por definición es una integridad colectiva y, por cierto, en la que está sustentada la democracia.
El feminismo no tiene en su objeto emancipar a la mujer sino a la sociedad, por tanto al pueblo, por tanto al sujeto de soberanía. Lo que sucede es que, junto e intersectado con los desequilibrios de clase ligados al capital y con los abusos desde vectores raciales y religioso/ideológicos, la cicatriz de discriminación y desnivelación de la soberanía popular que ha cruzado y continúa atravesando toda la historia es la de género, la dominación de la mujer por parte del hombre. Esa cicatriz es de tal magnitud que afecta al sujeto político colectivo.
De esta forma, no hay manera de instaurar soberanía popular con una acumulación atomizada de derechos ligados a deseos individuales, puesto que muchos de esos derechos, aunque moral y filosóficamente parezcan legítimos, podrían ser jurídicamente improcedentes al ser empleados para cuartear, debilitar y desfondar al sujeto colectivo de soberanía democrática: al pueblo.
De esta manera, el neopatriarcado intuye con la sagacidad del depredador que la «igualdad identitaria» tomando como baremo el individualismo masculino es una estrategia óptima tanto para debilitar la igualdad esencial que propugna el feminismo, como para desnaturalizar el concepto de mujer. Nada mejor para ejemplificar esta intuición neopatriarcal que eso que se viene llamando «maternidad subrogada».
Hay numerosas autoras que han explorado brillantemente la conceptualización que de la maternidad ha venido haciendo el feminismo. No somos quienes para teorizar más allá. Nada más nos quede para introducir el tema, sostener que el feminismo ha mantenido una relación de «equilibro inestable» con la maternidad. No es que rechazara la maternidad o la cuestionara en sí misma, pero inevitablemente la visión feminista de la maternidad se ha visto condicionada por el legítimo intento del feminismo de desarraigar de la maternidad de la instrumentación de dominación patriarcal que le ha venido siendo endosada a lo largo de la historia humana. Así es, la maternidad ha sido subvertida por lo masculino como un instrumento de dominación más, tal vez el recurso por excelencia del hombre para mantener sometida a la mujer.
En el trayecto feminista necesario para desambiguar a la maternidad y limpiarla de su instrumentación patriarcal, algo podría haberse quedado por el camino… y en un ecosistema de depredación como el patriarcal, lo que se queda por el camino nunca se queda en realidad por el camino, sino que se aprovecha por el depredador. Eso que podría habérsenos despistado, en mayor o menor medida, es la maternidad como elemento diferencial y distintivo de la mujer en tanto mujer.
No hablamos del derecho inherente a la mujer a la autodeterminación. Ni del valor que tenga la maternidad en la naturaleza de la mujer. Una mujer será o no será madre, y siempre será una mujer. No es el tema. La cuestión radica en poner el pensamiento a la inversa: ¿y una madre será siempre una mujer?
Uno de los problemas de la conceptuación de la maternidad desde una perspectiva feminista ha sido precisamente ése, que desde el sistema ideológico dominante (el patriarcal) se ha inoculado la premisa cultural de que la mujer es «menos mujer» sin no es madre. Afirmémoslo sin ambages: esa premisa es una falacia que forma parte de la ideología patriarcal; sin embargo, es un dogma cuyo desarme ha requerido que desde las propias mujeres feministas se orillara la cuestión de la maternidad para centrarse en lo que venía siendo, indudablemente, lo prioritario: liberar a la mujer del yugo que el hombre le imponía, precisamente, a través de la maternidad. Está claro.
No obstante, en esa refriega histórica por liberar a la mujer de las imposiciones patriarcales sobre la maternidad se ha dejado, tal vez no maltrecha pero sí condicionada o cuestionada, entre comillas, a la maternidad. Y ese entrecomillado está siendo de nuevo parasitado por el neopatriarcado para ponerlo al servicio de esa intuición a la que aludíamos de desnaturalizar a la mujer encarrilándola hacia un concepto de igualdad masculina.
En los vientres de alquiler, al igual que en la prostitución, el vector de insurgencia feminista ha venido siendo desarraigar la cosificación y la mercantilización de la mujer. En efecto, esa lucha es la más apremiante, pero también lo más táctico. Recordemos que el patriarcado está instalado en toda la historia de la humanidad y, por tanto, su curso es estratégico. Y, estratégicamente, la cuestión de los vientres de alquiler radica no en la mercantilización de la mujer, sino en la sustitución de la mujer. La maternidad subrogada tiene que ver, ontológicamente, con la maternidad sin mujer. Todavía más. La maternidad subrogada busca hacer madre al hombre. ¿Qué? Lo que oyes.
Por tanto, de entre todos los retos que el feminismo de la cuarta ola tiene por delante, la mujer es el más importante. Suena tautológico, pero ni mucho menos lo es. Observemos atentamente nuestro alrededor y preguntémonos cuántas de las personas que han adoptado una consciencia feminista tienen claro que la sociedad igualitaria que está construyendo el feminismo se sustenta en la igualdad de los seres humanos y en la erradicación de todas las formas de discriminación, pero no en la instauración de una nueva discriminación sustanciada en la liquidación del diferencial de la mujer para hacerla igual al hombre.
En tanto no pongamos recursos estratégicos a esta línea de activismo (y contra-activismo, el contra-activismo contra el falso activismo feminista), el neopatriarcado no desaprovechará toda ocasión que se le presente para desvirtuar a la mujer: intentando convertirla en un hombre o despojándola de su diferencial de mujer, proceso en donde el hombre como madre tiene su epítome.