La propagada posmo-porno-queer ha logrado instalar la fórmula “diversidad e inclusión” como una suerte de piedra filosofal capaz de resolver todos los conflictos sociales, último hallazgo de la iluminación y superioridad moral de sus aplaudidores. Si hay algún movimiento político que sabe realmente de diversidad e inclusión es el feminismo. Lo sabe porque es ante todo una filosofía realista que busca transformar el sentido de la realidad en su conjunto. A tal punto se trata aquí de una filosofía diversa e incluyente que hasta se ha elaborado un eco-feminismo, sin suponer por ello que las abejas o las vacas sean mujeres –aunque sí hembras– ni que deban disfrazarse de otra cosa para ser sujetas de derechos. El feminismo no cofunde las cosas porque se basa en conceptualizaciones muy bien argumentadas. El hecho de que una ideología radicalmente relativista y constructivista como la queer pretenda hablarnos a las feministas de diversidad e inclusiones suena bastante extraño, y resultaría hasta cómico si ello no escondiera una peligrosa maniobra, tendiente a eliminar lo que se dice reclamar. Hagamos el ejercicio de deconstruir lo que el mantra posmo-porno-queer “diversidad e inclusión” efectivamente significa.
En primer lugar, la diversidad reivindicada se sostiene en el supuesto de que las mujeres somos la norma hetero-cis del sistema hegemónico. Mujer –como ya sabemos por Butler y toda la orquesta pormo-porn– es una praxis discursiva de suyo opresiva, excepto que decidamos aggiornarnos un poco y enunciarnos al lado de las transfinitas diversidades lesbianas-bisexuales-trisexuales-asexuales+. Nada más falogocéntrico y misógico que, después de 3 siglos de feminismo, volver a definir a las mujeres por el supuesto objeto de deseo sexual, a saber, por el falo/pene y su usufructo reproductivo. Dado que la enumeración queer+ tiene la deferencia de ponernos en el lugar de la norma hetero, deberíamos preguntarnos cuál sería el criterio que distingue a lesbianas y gays, por ejemplo. ¿Será también el mismo falo? Como sea, lo cierto es que “les diverses” son tales porque las mujeres somos las iguales, las mismas de siempre, las incapaces de medirse con su propia autonomía sexual como si 3 siglos de feminismo hubiesen pasado en vano.
Sumado a esto, las diversidades queer se nos presentan como las grandes deconstructoras del binarismo hetero-cis. ¡Vaya innovación retórica! El hecho es que los binarismos se reproducen por todas partes al interior de la pretendida diversidad ‒hetero/homo, cis/trans, bio/tecno, femenino/masculino‒ y, lo que es peor, se reproducen según la burda medida de los estereotipos de género. Lo verdaderamente innovador de este relato es su habilidad para ocultar que la mayoría de les diverses son varones homosexuales acostumbrados a imponer su irrefrenable masculinidad, ahora queerizada. Bien lo sabe el feminismo desde hace mucho tiempo: el patriarcado es por antonomasia hom(br)osexual y hom(br)osocial. En él los únicos pares son los varones, se vistan como se vistan. Y si no, ahí está la democracia anal de Foucault, Hocquenghem y Preciado para probarlo.
No pretendemos negar con esto la enorme riqueza de las identificaciones trans/queer: su estética drag, sus prácticas sado, sus trances fármaco-porn, sus fantasías surrealistas y sus prolongadas extensiones protésicas. Lo que sí negamos es que su gran aporte estético-imaginario y fármaco-experimental constituya la medida de la efectiva diversidad que el feminismo propone, una diversidad donde mujeres y varones podamos vivir en igualdad nuestras múltiples sexualidades y deseos. Las mujeres no somos las hetero/cis de una diversidad meramente formal e imaginaria, disociada del cuerpo sido. Somos las realmente distintas de los burdos estereotipos que se nos pretenden imponer. Nuestra diversidad no tiene nada que ver con la mega industria tecno-fármaco genérica, ni con la colonización del neoliberalismo sexual y reproductivo, ni con los flujos indecidibles e indetenibles del capital y sus sponsors.
En segundo lugar, se nos ofrece el mantra de la inclusión como quintaesencia de la justicia social. Por supuesto, no cuestionamos aquí el legítimo reclamo de reconocimiento, inclusión y protección de todo grupo oprimido que lo haga en el marco de la universalidad de los derechos humanos. Esto vale también para las justas demandas de las personas trans, intersexuales o gays que exigen ser reconocidas por lo que son, libres de todo tipo de discriminación. Ahora bien, con poco analizar el asunto, salta a la vista que la inclusión reclamada por los ideólogos queer se vale de aquellos reclamos para exigir el reconocimiento y protección de lo que no se es, en el marco de las fantasías privadas de algunos. Lo que se pretende incluir es el privilegio de unos pocos para que sus deseos en materia genérica se impongan como realidad, vaciando de contenido la realidad misma y negando su reconocimiento. Por supuesto, es imposible que tal privilegio valga para todos en materia de raza, etnia, estado civil, nacionalidad, ingresos, riqueza+. Lo redituable es que valga para algunos con un fuerte poder de lobby y solo en materia genérica. Cualquier semejanza con la violación del principio de igualdad ante la ley es pura fantasía individual.
En breve, la inclusión consiste en que las identificaciones imaginarias de algunos sean reconocidas y protegidas como realidades efectivas. Tamaña falacia se nos vende como una ampliación de la categoría “mujer” a los efectos de incluir en ella a los varones. Pasémoslo en limpio, se trata de un vaciamiento absoluto de sentido y una reducción del concepto “mujer” a mero significante sin contenido, capaz de incluir cualquier fantasía. Más claro, se llama violencia simbólica contra las mujeres equiparar su ser sexuado a un sentimiento masculino. El derecho de todas/os a auto-percibirnos como queramos y a inventar el universo simbólico en el cual decidamos vivir, termina donde empieza la racionalidad común y objetiva de la sociedad humana.
No es casual que la ideología queer pretenda convertir en derecho de realidad las fantasías privadas de un grupo. Por el contrario, tal es la consecuencia directa del relativismo posmoderno, para el cual no hay hechos, sino solo interpretaciones, por supuesto las de algunos. El discurso posmoderno siempre ha sostenido que los derechos humanos son expresión del imperialismo blanco capitalista, dispositivos de control y normalización que deben ser subvertidos. Hoy queda muy clara la estrategia al respecto, esta es, usar como pantalla los derechos humanos para vaciarlos de contenido y ponerlos a disposición de grupos de interés, patrocinantes de las organizaciones políticas que se suponen defenderlos. Esos derechos universales que fueron declarados a fin de proteger a la humanidad en su conjunto de los íntimos y arbitrarios deseos individuales, son ahora invertidos y reducidos a la voluntad privada de unos pocos. Este gravísimo retroceso nos abandona al arbitrio del lobby de turno.
Cabe señalar otra razón por la cual el constructivismo queer pretende equiparar fantasías individuales con hechos comunes y es que, desde su perspectiva, tampoco hay sujetos individuales, sino solo identificaciones múltiples y sucesivas que proyectan un efecto pantalla denominado (post)sujeto. Los (post)sujetos son algo así como una serie de múltiples identificaciones imaginarias, infinitamente fragmentadas e interseccionadas. Ellos no tienen cuerpo, sino (post)cuerpos desmembrados, disociados psico-somáticamente y alienados en la producción trans-genérica de miembros, órganos, sexualidades y afectos. Una vez pulverizada la persona humana en cadenas de identificaciones simbólicas sin más medida que su propia aparición, no hay ninguna posibilidad de sostener el reclamo de igualdad y justicia social. Los únicos (post)sujetos de derecho serán en rigor las identificaciones mismas, puestas en libre circulación imaginaria. De ahí el absurdo de reclamar como derechos identitarios aquellos que son, o no son, simplemente hechos.
La “diversidad e inclusión” que la ideología posmo-porno-queer ha instalado, es la pantalla del completo borrado de la real diversidad e inclusión humanas. Sus reclamos identitarios vienen a legitimar la industria (post)cuerpo, el mercado fármaco-pornográfico, las desigualdades estructurales entre los sexos y, en última instancia, la explotación sexual y reproductiva de las mujeres, convertidas en identificaciones libremente elegibles a título de deseo y fantasía individual. La diferencia entre la vieja explotación y la nueva explotación posmo-porno-queer consiste en que ahora seremos explotadas sin necesidad de identificarnos íntima y profundamente con la explotación, ni con nuestro cuerpo sexuado, ni con ser mujeres o madres. Bastará con hacer volar nuestra fantasía para diversificarnos, incluirnos y dejar en el olvido la injusticia que alguna vez sufrimos como mujeres reales.
Si esta es la corrección política instalada por la corporación queer como discurso único e intangible, deberemos llamarnos hoy más que nunca a la incorrección.