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Cuento de Navidad

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No tienen rostro, no son noticia habitual en los medios de comunicación y apenas son objeto de atención de las organizaciones del tercer sector que se ocupan de la solidaridad, aunque, a poco que cualquiera preste un mínimo de atención, es fácil verlas: son las personas sin techo, vagabundos que, literalmente, no tienen donde caerse muertos. Seres que deambulan de aquí para allá, sin destino ni meta, centrados tan solo en la ingente tarea de sobrevivir y sin saber a ciencia cierta si ese día podrán comer.

Que buscan entre las basuras un trozo de pan o una bandeja de jamón York a punto de caducar. Cuando eso ocurre la alegría es grande, pues se acerca mucho a un festín. Pero hasta para rebuscar una manzana entre los contenedores de residuos orgánicos hay que tener suerte. Las mejores esquinas, las puertas junto a los almacenes de los supermercados suelen estar ocupadas por quién llegó antes o por quien es más fuerte. En la calle la lucha por la vida rara vez entiende de compañerismo o de solidaridad. La soledad, la incomunicación, el aislamiento son la otra cara indisoluble de la férrea lucha por la vida que las sintecho han de sostener día a día.

Tras de sí van dejando el rastro de una vida fracasada. No hay soledad mayor que la prendida en la piel de estos seres abandonados, vagabundos sin techo que pueblan nuestras ciudades. Con el frío dormir es una proeza. No siempre se encuentran cartones con los que proteger ese cuerpo tan desnutrido, tan débil y maltratado. Ya apenas se tiran en los contenedores mantas o chaquetas con que abrigarse, cada vez es más difícil encontrar algo porque cada vez es mayor la competencia. Cada día son más las personas excluidas. La televisión arroja cifras neutrales que lo confirman, pero son solo cifras oídas en el informativo de cualquier cadena de televisión. Sin rostro. Sólo cifras que vienen inoportunas a la hora de cenar y se cuelan en nuestras mesas. No sintiéndonos responsables, nos preguntamos qué hacen las instituciones, pues en un país democrático, desarrollado y rico esta situación, contraria a los derechos humanos, es inadmisible. Nadie debería estar expuesto a perder su casa o a terminar con sus huesos en la calle. Porque -nos decimos entre bocado y bocado- la posibilidad de que esto le pueda ocurrir a alguien deja abierta la puerta a que le ocurra a cualquiera. Nadie nace siendo un sintecho.

Comprender la dimensión de este drama exigiría mirar a los ojos de la persona que lo padece. Y no es fácil. Nos dan miedo. Nos asustan. Adivinamos tras esa mirada todo lo que su voz trató de decir, contar y gritar.

Comprender la dimensión de este drama exigiría mirar a los ojos de la persona que lo padece. Y no es fácil. Nos dan miedo. Nos asustan. Adivinamos tras esa mirada todo lo que su voz trató de decir, contar y gritar. La palabra se fue agotando al mismo ritmo que la impotencia crecía. Se le fueron negando ayudas, un viejo “vuelva usted mañana” cobraba vida y actualidad a la vez que crecía el miedo y la amenaza. Pero eso ocurrió hace tiempo, cuando la esperanza aún no era una utopía y era capaz de sostener al cuerpo. Hoy, tras la mirada de esos ojos apagados late una profunda tristeza, un dolor ahogado que grita ayuda. Ya no quedan fuerzas ni recursos o no quedan fuerzas para buscar recursos.

Y el mejor recurso es la protección que da la botella. El vino rancio, que se agarra a las entrañas, con fuerza para ahogar en él los recuerdos mientras, al mismo tiempo, adormece la conciencia y permite seguir tirando. El vino o cualquier otra sustancia que cumpla la sagrada misión narcotizante ocupa un lugar privilegiado entre las necesidades.

Al llegar la noche se abren las puertas de algún albergue. Habrá que acudir a él aunque sea para meter un plato de algo caliente en el cuerpo. El día ha sido largo y la noche se presenta muy fría y lluviosa. Pero en el albergue no caben todas, mejor seguir camino a ver si hay alguna cornisa que sobresalga lo suficiente para no mojarse. Duelen los huesos, incluso aquellos que si no fuera por el dolor cualquiera no sabría que existen. Tirita el cuerpo. La ropa, raída, sucia, vieja, demasiado grande o demasiado pequeña porque no fue comprada a medida, no alcanza a quitar el frío incrustado ya para siempre en el cuerpo. Cada vez es más difícil encontrar un portal, pues están ocupados o están blindados. Esta noche también la humedad, tan buena para otros menesteres, se empeña en complicar más las cosas. Los cartones se doblan mojados y se deshacen entre los dedos, se han convertido en arrugado papel, mejor olvidarse de ellos. Algunos son afortunados, cuentan con un colchón y unas mantas que cuidan como un preciado tesoro y les otorga el derecho a residencia fija. A ella regresarán después del deambular nómada de cada día. Que en eso, en ser los modernos nómadas de nuestras espléndidas urbes, tengan colchón o no, son todos iguales.

Hacer las necesidades fisiológicas comunes a todos los seres vivos es un gran problema. Hasta la entrada en los urinarios públicos cuesta unas monedas que no tienen, y pensar entrar en un bar es imposible, tendrían que tomar al menos un café que sí, que reconstituye y entona el cuerpo, pero a ver con qué. No queda otra que buscar una pared semioculta y pedir limosna sabiendo los riesgos a qué se exponen, esperar a juntar un euro con los céntimos que van cayendo y que, probablemente, vaya destinado a un brick de vino tan malo como celestial y tan amargo para el estómago como dulce antídoto contra los fantasmas del recuerdo. Vagan solos hacia un destino que no es sino la muerte. Algunos van acompañados del sempiterno amigo del hombre: un perro que comparte miseria y calor, soledad y depresión. Parece que abrazarse a su cuello, acariciar su lomo o sentir su lengua áspera sobre el rostro son valiosas medicinas contra la depresión, ese mal que aqueja a la mayoría y acecha en cada esquina. Ducharse puede esperar, que a ver cómo con estos fríos. El olor se funde a su piel y pone una nota distintiva más de su paso, de su existencia, de su invisibilidad.

Ellas combaten su miedo emparejadas a un hombre. Quizás así puedan huir del acoso, las palizas y los intentos de violación de los demás. Aunque el trato del que eligen como compañero no sea mejor, al menos es uno y uno no es legión. Ser prostituidas es sacar unos eurillos con que comprar algo que comer y más que beber.

Han casi olvidado por qué terminaron teniendo las estrellas como techo cada noche. Unas llegaron a nuestro país huyendo del suyo y convencidas de que aquí encontrarían un mundo mejor, otras fueron despedidas de un trabajo que les daba poco pero se quedaron sin nada. La de más allá contrajo unas deudas que no pudo pagar mientras aquella otra fue expulsada de un hogar que no pudo seguir pagando. Posiblemente fue una perversa mezcla de todo ello lo que abrió paso a este tobogán de la mala suerte directo al infierno y de casi imposible remontada.

El sábado 10 de diciembre se conmemora el Día Internacional por los Derechos Humanos. Miles de personas saldremos de nuestras acogedoras, seguras y protectoras casas para corear frases que nos recuerden que un mundo mejor sería posible si los derechos humanos fueran la bandera, única bandera, que otra no hace falta, que guiara los pasos de los seres humanos sin excepción. Y es forzoso recordar que la alimentación y el techo están en la base de todos los demás.

 

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