Ginefobia

Reis A. Peláez aka Bruxabona
Reis A. Peláez aka Bruxabonahttp://www.bruxabona.com
Profesora de lengua y literatura. Activista feminista radical
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Padezco de amaxofobia, el término técnico con el que se conoce el miedo a conducir. De hecho, ni siquiera tengo el permiso. Es tan acentuada que hay hombres (sí, hombres, sí, no me ha pasado nunca con ninguna conductora) con los que prefiero no subirme en el coche si ellos conducen, porque lo paso sinceramente mal. También es cierto que hay otras personas con las que voy bien a gusto. Pero, por lo general, no me gusta la velocidad en carretera ni disfruto lo más mínimo en los adelantamientos en vías de doble sentido. No tengo acrofobia: no lo paso especialmente mal encaramada a una escalera o a un taburete para alcanzar algo o asomada a a la terraza de una gran altura, mientras no me dé el vértigo, claro, aunque jamás estaría en una cornisa a cientos de metros con las piernas colgando.

De lo que estoy hablando es de trastornos que sufrimos algunas personas por infinitas razones y que, en ocasiones, lejos de ser ligeros, hay para quien pueden ser problemáticos, como quien apenas puede salir de su casa víctima de una agorafobia que anuncia algo peor o quien sube hasta nueve pisos andando por no soportar entrar en un ascensor debido a su claustrofobia. Encontramos en los términos con que denominamos estos síntomas un sufijo que hace alusión al miedo, pánico, terror, porque, más o menos, de eso se trata, al fin y al cabo.

Sin embargo, en los últimos tiempos estamos observando un brusco cambio semántico que ha relacionado este signo con el significado de odio, aversión, rechazo… Sin ánimo de brindar ninguna lección magistral, me gustaría recapacitar un poco sobre este cambio de significado: su origen y su validez.

Remontémonos a un pasado no tan lejano en que en esta parte del globo que, con la altanería que nos impone nuestro lastre colonial, solemos localizar la que llamamos Civilización Occidental, sentirse atraída o atraído por alguien del mismo sexo suponía un amplio abanico de sufrimientos y rechazos. Eran más comunes de lo que se suele comentar una serie de conductas que hoy nos parecerían inauditas, pero que estuvieron bastante normalizadas hasta prácticamente el final del siglo pasado. Voy a hacer una mera descripción de estas actitudes de ciertos elementos ultra que tanto se toleraban hace unas décadas que van de la broma que a nadie hace gracia a la mayor de las atrocidades:

  • El que al ver, oír o nombrar a algún hombre que podía ser sospechoso de tener alguna atracción por los de su sexo comentaba o hacía el gesto de pegar sus repugnantes posaderas a toda velocidad a la pared queriendo significar que se protegía de una posible agresión, con el consecuente prejuicio de presuponer que todo hombre homosexual es un abusador o violador per se, añadido a su odio a la diversidad de atracción sexual.
  • El que de manera mucho más directa no tenía el más mínimo problema en comunicar donde quiera que fuera su firme creencia de que todos los hombres homosexuales eran unos viciosos agresores sexuales y había que cuidarse bien de ellos y mantenerlos alejados de los niños.
  • El que sintiendo él mismo esa atracción por los de su propio sexo no solo reprimía fuertemente su naturaleza, sino que también era especialmente beligerante contra los de su propia tendencia.
  • Y, para finalizar, el extremo de cualquiera de los tres anteriores tipos en la cabeza de psicópatas, que llenaron las páginas de sucesos de horrendos crímenes durante décadas.

No es de extrañar, por tanto, que se englobaran estos infraseres bajo el término de homófobos y su actitud como homofobia, porque así disfrazaban o sentían realmente el rechazo: como miedo, más que como odio. A partir de ahí, en las dos últimas décadas, la postura de repudio de otras atracciones sexuales que jamás supusieron ninguna amenaza a nadie han pasado a denominarse con términos también sufijados con el signo fobia: lesbofobia o bifobia, cuando deberíamos hablar de misolesbia o misobisexia, por crear un neologismo más adecuado, aunque nunca jamás vaya a ser usado.

Con respecto a este nuevo signo dependiente con un valor léxico mucho más relacionado con el odio y el rechazo, miso-, sí que usamos un término que, aún siendo adecuado, se podría matizar: misoginia. La misoginia, más dañina y extrema que el machismo, es otro de los instrumentos con que el sistema patriarcal opera para mantener oprimidas a las hembras de la humanidad. Podemos encontrarla en individuos, pero también en colectivos enteros. Misóginos los hay homosexuales, heterosexuales, bisexuales, de izquierdas, de derechas, religiosos, agnósticos…, pero también hay instituciones misóginas, como la mayoría de las que acogen los credos religiosos, incluso federaciones deportivas y clubes de amigos de la caza. La misoginia se manifiesta en la vida cotidiana de las personas y también, sobre todo y sobre manera en los algoritmos: intenten ustedes escribir vulva y pene en cualquier dispositivo y observen cuál se empeña el irónicamente llamado autocrrector en corregir.

Pero hay un tipo de misoginia, cada vez más común, de la que no estamos hablando lo suficiente. Hay una misoginia que puede que sea un poco más consciente, meditada, planificada y bien orientada y, por ello, más peligrosa. Es la que tiene su foco no en esa mayoría absoluta de la humanidad que somos las mujeres, sino en un grupo de mujeres concreto, aquellas que suponen una amenaza seria al status quo del misógino: las feministas. Y, curiosamente, esa misoginia nos vuelve a llevar a ese poso de miedo que tenía el desprecio por la homosexualidad hace unas pocas décadas. El misógino que se ceba especialmente con las feministas es un ser temeroso: teme mucho perder sus privilegios. Lo vemos en las redes sociales hablando de denuncias falsas, de hombres suicidándose, de síndrome de alienación parental, de familias destrozadas, de injusto rechazo social… por culpa de todas o una feminista. Es ese padre, hermano o cuñado que de todas las hembras de su familia le tiene especialmente inquina a la feminista. Es ese narcisista que se especializa en destrozarle la vida a una feminista y se siente muy bien por ello. Esos misóginos se sienten realmente amenazados en sus cabezas semi psicópatas por un movimiento que va a poner a las personas que él odia en su mismo nivel y que, ante su impotencia, concentra su odio en el daño individual a quien puede. No es de extrañar, además, que estos tipos se declaren feministas o aliados, porque les conviene para estar más próximos a sus presas.

Yo quiero llamar a estos hijos sanos del patriarcado ginefóbicos y bautizar su odio concreto como ginefobia, porque los veo muy cercanos a aquellos homófobos de las últimas décadas del pasado siglo que veían impotentes como las tendencias sexuales que tanto rechazaban se empezaban a normalizar. Son misóginos, porque tienen interiorizado su encono con el sexo femenino, pero se ensañan especialmente con las mujeres con conciencia de clase. La ginefobia es real, existe y urge darle un nombre para visibilizarla y poder actuar contra ella. Las feministas somos expertas en arropar a todas las mujeres que sufren los continuos golpes del sistema de manera personal y debemos hacer lo mismo en los casos concretos de las que dejan su vida (su tiempo, sus relaciones, su actividad…) en el feminismo.

Hemos permitido que se use el sufijo fobia en un extremo que incluso se referirse a quien rechaza una ideología de identidad concreta, con el peligro que ello conlleva y no nos damos cuenta que, precisamente, son esos hombres que nos tachan de tránsfobas a las feministas que rechazamos la teoría queer quienes profesan una auténtica y verdadera ginefobia.

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