Con el buen tiempo llega la temporada de bodas, y previamente, se abre la veda para las despedidas de solteros y de solteras. Un fenómeno que, como socióloga, me siento con dificultades para analizar, principalmente, porque carezco de una formación sólida en psicoanálisis profundo y terapia Gestalt.
En general, soy bastante tolerante cuando me encuentro con estas reuniones de chicas o de chicos, excepto cuando el espacio que comparto es mínimo, y, literalmente, me quitan el sueño. Y eso siempre me ocurre en el tren. En primavera, las despedidas ponen rumbo a ciudades como Córdoba, Sevilla, Jerez, Cádiz, para asistir a los múltiples eventos de ferias, cruces, Patios… Así que no han sido ni una vez ni dos, las veces que he coincidido con estos grupos, muy a mi pesar.
Este es el relato de mi último viaje en tren, en el que coincidí con un grupo de chicos que celebraban la despedida de soltero de uno de ellos. Y dice así:
Viernes, 16:00 (siesta española p.m.). Viajo de Madrid a Córdoba para asistir a la boda de mi mejor amigo. Voy bastante cansada y el fin de semana promete ser de mucho trajín y pocas horas de sueño, así que lo tengo todo planeado: “en cuanto me siente en el tren, me duermo hasta que llegue a Córdoba”. Este pensamiento, parece que lo comparten bastantes de las personas que viajamos en mi vagón porque según se han ido sentando, han echado sus sillones atrás y adoptado posturas de meditación más o menos cómodas dependiendo de la altura y flexibilidad de cada una.
Nuestro gozo en un pozo.
Cinco minutos antes de que salga el tren, se montan 8 muchachos, uno de ellos disfrazado de algo irreconocible, cantando a voz en grito. Horror total. Los potenciales durmientes empezamos a ver peligrar nuestro descanso. Efectivamente, estamos en el vagón contiguo a la cafetería, lugar al que se dirigen de inmediato los 8 vikingos para pedirse unas copas y seguir cantando.
En el vagón viajan un par de niños. Hasta la entrada de los 8, estaban en silencio, ahora uno llora y otro corre poseído por el vagón. La cosa empieza a desatarse. Hay quejas por lo bajini, maldiciones varias, pero poca movilización. Yo, con más sueño que un perrito chico y un incipiente dolor de cabeza, empiezo a mosquearme y me dirijo a la cafetería a solicitar, con urgencia, la presencia del señor revisor. Después de cruzar el paseíllo que los 8 jinetes del apocalipsis me hacen en la cafetería, llego a la barra, con cara de haberme comido 5 limones sin respirar, y solicito muy educadamente a la chica que, por favor, llame al revisor.
Mientras espero, veo que un grupo de chicas -otra despedida de soltera- entra en la cafetería y ya se lía del todo. La futura novia va vestida de princesa Leia y en seguida, los 8 magníficos despliegan una estrategia de arrinconamiento brutal, en el que las 6 chicas quedan en una esquina riéndose nerviosas. Una logra escaparse y consigue llegar a la barra para pedir cervezas para cada una. A mí ya, oficialmente, me duele la cabeza.
Llega el revisor y me lo llevo a un aparte para decirle que cómo es posible, con lo caro que es el tren de alta velocidad, que se permitan estas fiestacas sin sentido, que molestan al resto de viajeros. Ambos miramos hacia el grupo en cuestión, en el que ellos ya se han dejado de historias y están cantando el Asturias Patria Querida. El hombre, me dice “voy a intentar que se calmen”, y se dirige lentamente, con la cabeza baja, hacia el grupo de los 8 hombretones y las 6 chicas arrinconadas.
El hombre, me dice “voy a intentar que se calmen”, y se dirige lentamente, con la cabeza baja, hacia el grupo de los 8 hombretones y las 6 chicas arrinconadas.
Los dejo ahí, hablando y me dirijo a mi vagón…pero ya me han cazado. Ya saben que he sido yo la que ha hablado con el revisor. Yo, la chivata. La infiel. Y me lanzan miradas desdeñosas mientras yo, muy digna me vuelvo a mi sitio e intento dormirme. Parece que la cosa se ha calmado un poco. Sólo un poco. Lo suficiente para dar una breve cabezada.
Llegando a Córdoba, le gente empieza a ponerse en pie y a coger su equipaje. Entran los 8 en el vagón a coger el suyo. Ya están bastante perjudicados y siguen cantando. Mientras intento coger la maleta, uno de ellos se me acerca y me pregunta, con toda la guasa del mundo: “¿necesitas ayuda para bajarla?”. Lo miro fijamente y le digo: “¿sabes una cosa? Que sí, que necesito ayuda. Bájame la maleta, por favor”. El chico suelta una risita sarcástica y me baja la maleta, despacito, sin dejar de mirarme como diciéndome “soy siete veces más fuerte que tú” (y lo sabes).
En cuanto mi maleta pisa el suelo, dos de sus acompañantes confirman que he sido yo la que ha avisado al revisor y ahí es cuando empieza la fiesta. Yo les recrimino su falta de solidaridad con el resto de viajeros, su falta de educación y su neardenthalismo. Ellos me sueltan, atropelladamente, que si soy una aburrida, una malfollada y no sé cuantas lindezas más.
Un hombre del público, digo, otro viajero de mi vagón, sale en mi defensa y otra mujer también comienza a increparles. Los frentes se multiplican y ellos ya no saben a quién gritar o con quién pelearse. En medio de la trifulca, el tren llega a su destino y nos bajamos. Los 8, algunos viajeros y viajeras y yo. Córdoba Central.
Mi fin de semana transcurre de maravilla. Me reencuentro con Córdoba, ciudad en la que viví, con mis amigas, y la boda es una mezcla de reencuentros y despropósitos, como todas las buenas bodas.
El domingo llego a la estación para coger el tren de vuelta a Madrid. Bajando por la escalera mecánica, escucho de pronto un gruñido de reconocimiento.
Hay más de 15 trenes diarios Córdoba-Madrid. Uno cada hora. Pero hoy al parecer lo que tengo es resaca, y no suerte, porque los 8 me están esperando en el andén, y con sonrisas cansadas, entonan el Asturias Patria Querida mientas me ven bajar.
Están reventados. El machirulismo, concentrado en un fin de semana, al final puede con cualquiera.
El viaje sin embargo, es tranquilo, no se escucha nada. Están reventados. El machirulismo, concentrado en un fin de semana, al final puede con cualquiera. Llegamos a Atocha y de camino a la salida me acerco a ellos para decirles “esta vez sí os habéis portado bien”. Me adelanto y sigo andando, con mi maletita de ruedas, mi resaca, y los 8 miuras detrás de mí, cantando “Asturias de mis amores”…
Y así de torera entro yo en la estación de Atocha. Por la puerta grande.