Alegato contra la pornografía.

Laura de la Fuente Crespo
Laura de la Fuente Crespo
Jurista, activista feminista, cofundadora de las Juventudes Feministas de España.
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El pasado mes de abril Maddi Beguiristain Garaikoetxea me brindó la oportunidad de contestar algunos de los interrogantes más habituales acerca de la pornografía con motivo de la redacción de su TFG. En esta entrevista que publicamos ahora, que nos es posible, por si aportara algo de luz al eternizado debate sobre ella, me hago eco de la voz de mujeres de la talla de Kate Millett, Carol Pateman, Andrea Dworkin, Catherine Mackinon o Sheila Jeffreys para exponer algunos argumentos feministas contra la legitimación de la prostitución grabada.

 

  1. ¿Opina que el porno “mainstream” está hecho para el disfrute de un público masculino? ¿Por qué?

Desde luego, es el fin al que se ordena. Sin embargo, matizaría la finalidad de la pornografía en razón del rango de edad del público a quien se dirige. Es decir, la función principal que cumple el porno en la edad adulta no es la misma que desempeña en la pubertad o, incluso, en la edad infantil –conviene recordar que la edad de inicio en el consumo de pornografía en nuestro país se sitúa en la alarmante cifra de ocho años-, por una mera cuestión evolutiva en el desarrollo sexual de la persona –aunque, en efecto, este nunca deje de producirse y, por tanto, la pornografía no cese en su modulación-. En este sentido, la finalidad de la pornografía en las etapas más tempranas de la vida está particularmente orientada a la construcción patriarcal de los cimientos del deseo. Lo que exige, en primer término, normalizar la violencia ejercida sobre las mujeres y, en segunda instancia, erotizar esa violencia. Y ello tiene lugar en un contexto especialmente proclive para que el porno logre la finalidad que se propone en esta sede, que no es otra que la de arraigar la inmemorial cultura de la violación, a saber, la absoluta condición de ignorancia de lo que es el sexo y la absoluta condición de ausencia de empatía, en particular, en los varones –como resultado querido por su norma genérica-, sostenidas, además, por un trasfondo social profundamente machista. Siendo estas, precisamente, las condiciones de posibilidad de la función didáctica que cumple el porno en la sociedad y, en especial, en la juventud, creadas ad hoc por el patriarcado capitalista. No vaya a pensar nadie que el contexto sociocultural es inopinado. De hecho, en cuestiones políticas, como lo es sin duda el porno, en la medida en que propone un modelo relacional entre los sexos –lo que Kate Millet denominó política sexual- es conveniente descartar la casualidad o naturalidad como factores determinantes del orden impuesto y preocuparse de conocer la causalidad o historicidad del asunto. El cualquier caso, la instrucción que realiza el porno no va únicamente dirigida a los varones, sino que también las mujeres aprenden el modelo sexual patriarcal a través de él –aunque sea de forma indirecta: bien a través de los propios varones con que se relacionan y consumen pornografía, bien mediante el generoso acervo cultural de la violación que trasciende de largo el ámbito pornográfico-. Y, por tanto, aprenden las expectativas sociales que recaen sobre sendos sexos o, dicho de otro modo, la posición que están en legitimidad de ocupar en la sociedad. Esto es, los estatutos de entrega, resignación y subordinación en el caso de las mujeres; y de deseo, violencia y poder, en el caso de los varones. De forma que solo una vez que los sexos se han instruido en el modelo de sexualidad patriarcal, esto es, han desarrollado su deseo como imposición y acometimiento sobre las mujeres o como abnegación e inhibición ante los hombres, respectivamente, la finalidad que cumple la pornografía es la de reportar placer a quien ha sido educada/o en aquel. Tesis que explica, entre otras cosas, por qué la inmensa mayoría de los hombres y, sin embargo, una insignificante minoría de mujeres disfrutan con el maltrato, humillación y deshumanización de estas por aquellos, que es el contenido principal que conforma el «porno mainstream». Al fin y al cabo, asimilar y reproducir la política sexual cuando eres el sujeto que la ejecuta es más fácil, fascinante y, por supuesto, gratificante que cuando eres el objeto sobre el que recae. Y, en este plano, cabe afirmar, desde una perspectiva más amplia, que la pornografía está pensada para instituir y asegurar la jerarquía sexual que subordina las mujeres a los hombres y dota de contenido, en estos términos, a la feminidad y la masculinidad.

 

  1. Si el porno “mainstream” está hecho para un público masculino, ¿qué opina de estas directoras que intentan hacer un porno “para mujeres”?

Ciertamente hay algunas directoras de pornografía y defensoras suyas que, a veces conscientes de la contribución que realiza a la cultura de la violación, pretenden reapropiarse de ella para ilustrar a mujeres y varones en la práctica de relaciones sexuales libres e, incluso, para humanizar –todo lo que permite el sistema capitalista- las condiciones en que las mujeres ejercen la prostitución grabada por voluntad propia. Pretensiones que se desprenden tanto de sus discursos como de sus producciones –en el caso de las directoras-, en que puede observarse, en términos generales, una disminución de la violencia explícita ejercida contra las mujeres. Son las continuadoras del mal llamado Movimiento Pro- Sexo –pues lo que defiende es la pornografía y no el sexo-, cuyo origen igual que el de uno de sus antagonistas históricos, el Feminismo Anti- Pornográfico, se remonta a la pasada década de los 70 en los Estados Unidos de América, cuando ambos convergen con el tercero en discordia: el legendario Movimiento Anti- Sexo, integrado por la extrema derecha fundamentalista religiosa. Entonces como ahora, las simpatizantes de la pornografía admiten una crítica cultural a la misma en tanto institución patriarcal, pero reivindican la capacidad de agencia de las mujeres para intervenir en ella y crear una sexualidad autónoma. Lo que, en el mejor de los casos, se traduce en la posibilidad de algunas mujeres de dirigir el uso sexual que de otras hacen los hombres o, en otras palabras, de explotarlas sexualmente, apropiándose su plusvalor económico y asegurando el plusvalor sexual a los varones, que ven satisfecho su deseo. De suerte que la corriente de pensamiento liberal en que se engasta el Movimiento Pro- Pornografía aboga por el «empoderamiento» individual de las mujeres en el seno de las estructuras de poder entre los sexos, frente a la liberación de las mujeres como clase sexual mediante la abolición de aquellas, por la que opta el feminismo. Y, de otra parte, desde el punto de vista de la pornografía como instrumento de didáctica de la desigualdad, el incremento del riesgo de acabar consumiendo contenidos que integran el «porno mainstream» como consecuencia de la creación de un nuevo target femenino en la industria pornográfica, habida cuenta del continuum de erotización de la violencia que opera el porno, no parece nada desdeñable. Llegadas a este punto, resulta oportuno recordar la tantas veces constatada profecía de Audre Lorde: “Las herramientas del amo nunca destruirán la casa del amo”, que, en este caso, consisten en las relaciones de poder entre los sexos, reproducidas por la escuela de desigualdad que instituye la pornografía.

 

  1. ¿Encuentra alguna diferencia entre lo que se llama el porno “mainstream” y el porno “feminista” o cree que en el fondo son lo mismo?

Existen algunas diferencias de forma, pero en ningún caso de fondo, toda vez que se sigue mercantilizando la sexualidad. El llamado «porno feminista» aspira, en teoría, a cuestionar el modelo de sexualidad patriarcal basado en la violencia contra las mujeres, ya sea a través de la incorporación de prácticas sexuales disidentes, donde el deseo y el placer femeninos adquieren, de modo ficticio, un papel protagonista; la visualización de cuerpos no normativos, con que se pretende impugnar el misógino canon de belleza impuesto por la industria estética; e, incluso, mediante la fijación de una retribución al uso sexual de las mujeres que garantice la reciprocidad debida en la relación contractual. Con lo que se persigue que la pieza pornográfica que cumpla estas medidas obtenga un «sello feminista», que aseguraría, al modo del etiquetado del comercio justo, una cierta ética en su producción. No obstante esto, la mercantilización que de la sexualidad hace la pornografía frustra siempre tales aspiraciones en la práctica, al sustraer la sexualidad de la esfera de libertad que le es propia en tanto elemento determinante de la identidad, para situarla en el mercado de la oferta y la demanda, en el que la contraprestación económica al acceso sexual de las mujeres sustituye al deseo mutuo como causa motriz del encuentro sexual. Y, en esta línea, el pretendido «porno feminista» contribuye, al mismo nivel que el resto de modalidades pornográficas, a la consolidación de la cultura de la violación. Pues fija en el imaginario colectivo la terrible idea de que una relación sexual sin deseo mutuo –incluso cuando sea consentida en orden a la evitación de un mal o desventaja de cualquier naturaleza o, de otro lado, a la consecución de un bien o ventaja similares sexo y, por tanto, un modo legítimo de relacionarse con las mujeres. Tal es la propuesta “revolucionaria” que encierra la «pornografía feminista»: el sexo como un espacio de poder y no como un espacio de igualdad.

 

  1. Si desde el feminismo se defiende la libertad de la mujer ¿no deberíamos apoyar a las mujeres si libremente deciden que quieren ser actrices porno?

El problema que subyace en esta recurrente falacia liberal non sequitur es el mismo sobre el que se erige el orden político actual, la conceptualización de libertad que realiza la teoría del contrato. En este sentido, como bien explica Carol Pateman en su célebre obra El contrato sexual, la historia del contrato social- sexual que funda la sociedad patriarcal moderna nos ha contado que la libertad es contrato y posesión. Para ello, la doctrina contractual establece la propiedad del individuo en los atributos y capacidades de su persona y fija como único límite al ejercicio de su libertad el acceso a las mismas por medio de un contrato. De modo que, bajo el prisma liberal, toda contratación por una persona de sus cualidades acontece siempre en el marco abstracto de la libertad, en la medida en que el contrato se constituye a través del consentimiento de las partes interesadas en su celebración. Análisis que, naturalmente, obvia a conveniencia de los varones y de la burguesía la situación social del individuo de la que arranca el consentimiento contractual a la posesión ajena de su persona, fundando así el mito de la libre elección sobre el que se erigen hoy todos los patriarcados de consentimiento; donde la patriarcalización del deseo adquiere un papel protagonista. Pues, si bien la desigualdad continúa lo mismo que en los patriarcados de coacción apuntalada por la feminización de la pobreza, sin embargo, aquella ya no se reproduce por la coacción explícita de las leyes, sino mediante la libre elección de los mandatos sociales en función del sexo. En este orden de cosas, pretender que el feminismo ignore las bases materiales y ontológicas que sustentan la realidad social de las mujeres y defienda su derecho a ser explotadas sexualmente, para mayor cinismo, en nombre de la libertad es tanto como pedirle que abandone su lucha.

 

  1. Si tuviera las condiciones laborales adecuadas, ¿podría la pornografía llegar a ser como cualquier otro trabajo?

Lo que desconoce gran parte de la ciudadanía es que si la industria de la explotación sexual cumpliera con la normativa vigente en los países occidentales sobre prevención de riesgos laborales, la pornografía, tal y como la conocemos, directamente desaparecería.  En esta línea, conviene aclarar que gran parte del contenido que albergan las grandes plataformas digitales de pornografía procede de lo que, siguiendo la lógica liberal, se entiende por violación y abuso sexual a mujeres y niñas. En estos supuestos, se advierte con especial clarividencia el riesgo de lesiones físicas –traumatismos, desgarros, infecciones vaginales y de transmisión sexual…- y psicológicas –trastornos de ansiedad, disociativos, somatomorfos…-, así como de embarazos no deseados. Situaciones de peligro concreto contra la salud y la propia vida que se producen, igualmente, en los casos en que las mujeres se dedican a la pornografía de forma libre. De modo que la adecuación de la pornografía al régimen jurídico de la prevención de riesgos laborales comportaría, entre otras cosas, la obligatoriedad del uso de equipos de protección integral por parte de las trabajadoras del sexo –conformados por preservativos, mascarillas, gafas, guantes, trajes especiales, elementos amortiguadores…-, la implementación de medidas de seguridad para evitar lo que en el imaginario cultural y jurídico se entiende por abuso y agresión sexual y, adicionalmente, la drogadicción –controles antidoping y de verificación del consentimiento contractual a cada acto sexual- o, incluso, la tasación de las prácticas sexuales permitidas en orden a la excusa de enfermedades incapacitantes de carácter temporal y, sobre todo, permanente de las mujeres prostituidas.

 

  1. Las directoras porno “feministas” que he entrevistado dicen que en el porno es legítimo representar todo tipo de fantasías porque se trata exclusivamente de ficción. ¿Qué opina de que en el porno se simulen situaciones de violación u otro tipo de escenas agresivas?

Andrea Dworkin invirtió gran parte de su vida en intentar convencer a la opinión pública de algo tan evidente como que el porno utiliza a mujeres reales, que son violadas, insultadas, humilladas, golpeadas, meadas, quemadas, empaladas, asfixiadas,… por y para el disfrute sexual de los varones. Y aunque no lo consiguiera, la conceptualización de la pornografía que realiza, desde entonces, el feminismo como medio de producción y reproducción de violencia contra las mujeres parte de la base material de que tales acciones no se simulan, ocurren ante la mirada de millones de telespectadores, a quienes el consentimiento de las mujeres que aparecen vejadas en sus pantallas les es, a menudo, incognoscible, pero, en todo caso, indiferente. Y ello porque la pornografía enseña que las mujeres dicen no, pero, en realidad, quieren decir sí y, por tanto, que a las mujeres nos gusta que nos violen, que nos maltraten, que nos humillen, que nos mutilen…; porque, en definitiva, ser utilizadas como objetos por los varones satisface nuestra naturaleza erótica. En este plano, nuestro consentimiento es irrelevante y, sin embargo, la ausencia de él –incluso cuando sea aparente– es, la mayoría de las veces, esencial al sexo. De esta manera, la pornografía crea quiénes somos las mujeres, es decir, las cosas que los hombres usan para satisfacer su deseo sexual y contribuye causalmente, como demuestra la investigación social, a conductas y actitudes violentas y discriminatorias contra nosotras, entre las que se encuentra el consumo de prostitución y, en última instancia, el tratamiento que recibimos las mujeres en la sociedad. Frente a esta realidad incontestable, el debate de la pornografía suele enfocarse de manera tramposa como un asunto moral de carácter abstracto y dimensión privada, en lugar de como un asunto político de repercusión conocida y alcance colectivo, tanto para justificar la violación con base en el consentimiento contractual cuando no en la naturaleza sexual femenina, como para legitimar el discurso de odio contra las mujeres que encierra la pornografía. Así este enfoque ignora, por un lado, el análisis feminista de la realidad que desmonta el mito de la libre elección; y, por otro, el hecho de que la moral liberal ha sido construida desde el espacio público, gobernado por los hombres, y es, por tanto, una unidad de medida androcéntrica acuñada desde la posición de supremacía masculina, de tal suerte que lo moral beneficia siempre a los varones como clase sexual. Para relegar, a continuación, al mundo de las ideas, de la mera representación, lo que son, de facto, actos filmados de violencia contra las mujeres, con el objeto último de amparar la pornografía en la libertad de expresión. Cuyo conflicto con los derechos fundamentales de las mujeres comprometidos en la pornografía, a saber, el libre desarrollo de la personalidad, la integridad física y moral, la libertad e indemnidad sexuales, la igualdad y aun la vida, no termina de resolverse, por ello, a nuestro favor en los ordenamientos jurídicos de los Estados liberales. Pero es que incluso lo que es, a todas luces, desde la perspectiva de la pornografía como medio de reproducción de violencia contra las mujeres, un discurso de odio contra la mitad de la población históricamente oprimida y discriminada con consecuencias sociales perfectamente tasables no se considera tal. En este estadio, el verdadero logro del liberalismo, como bien apunta Catherine Mackinon en su ilustre obra Hacia una teoría feminista del Estado, ha sido transformar la política en moral y los actos, en meras abstracciones mediante la transformación de la coacción, la violencia y el tráfico de mujeres en «control de pensamiento» a nivel social y en «censura a la libertad de expresión» a nivel jurídico. Acusaciones que, sin duda, nos siguen siendo familiares a todas las feministas y, en particular, a las mujeres españolas que seguimos lidiando contra el hecho de vivir en un país donde se denuncia una violación cada cuatro horas –lo que se estima que representa únicamente el treinta por ciento de los ilícitos de agresión sexual que se cometen-, mientras los varones siguen violando impunemente a mujeres, con suerte, a cambio de una contraprestación económica y su reproducción audiovisual es considerada ficción y patrimonio cultural de la humanidad, digno de especial protección.

 

  1. ¿Existen mujeres que disfrutan el porno? ¿Cómo puede ser eso si en su opinión se trata de algo perjudicial para ellas?

Sobre el disfrute sexual que la visualización de pornografía puede llegar a reportar a las mujeres, basta abundar en la idea de que, si bien el instinto sexual es innato, la antropología y etnografía demuestran que las estructuras emocionales y relacionales por las que se percibe y expresa el deseo se aprenden, principalmente, a través de la industria cultural y hoy, también, de la industria pornográfica. Esto no obstante, el patriarcado ha conseguido enraizar la idea de que la expresión de lo que Sheila Jeffreys denomina deseo heterosexual para referirse a la arquitectura patriarcal del deseo es connatural. Y lo ha hecho mediante el control de la sexualidad, desde la que organiza jerárquicamente la sociedad en función del sexo. En este escenario, no es extraño encontrar a mujeres que deseen el destino fatal que el patriarcado ha diseñado para nosotras. De hecho, a pesar de los enormes avances que el feminismo ha logrado en el proceso de liberación sexual de las mujeres desde que conociera la raíz de nuestra opresión, la disidencia la siguen integrando quienes, frente a la imposición del régimen sexual patriarcal, generan ciertas resistencias internas a su cumplimiento. Aunque, sin duda, la descarnada inhumanidad que caracteriza la situación de prostitución nos desalienta en su consecución a la inmensa mayoría de nosotras. Motivo por el que la industria de la explotación sexual recurre al tráfico de mujeres para satisfacer alrededor del 90 % de la demanda de violencia sexual que genera y alimenta en los varones. Así y todo, el discurso que reproduce, de manera generalizada, ese 10 % de mujeres que se dedican libremente a la pornografía no remite al disfrute o placer sexual en su producción, sino a la abnegación propia de cualquier trabajo asalariado, con la diferencia de que a ellas, en la medida en que están anulando su deseo en favor de la venta de su acceso sexual, las están violando. Lo que, añadido al elevado número de actrices porno que denuncian abusos en la industria pornográfica y desertan de su actividad con graves secuelas, sin olvidar a las mujeres que deciden poner fin a su vida, fía al azar el disfrute sexual de las mujeres en la realización de pornografía.

 

  1. ¿En qué se diferencia el porno con una escena de sexo en una película? ¿Por qué considera una admisible y la otra no?

Si en ambas escenas las partes implicadas consienten –en el sentido contractualista del término- una relación sexual, en nada: pues, en ambos casos, se estaría mercantilizando la sexualidad. Esto no obstante, la diferencia habitual entre una escena de sexo en el cine convencional y en el cine pornográfico es que mientras que en la primera se simula una relación sexual; sin embargo, en la segunda tiene, en efecto, lugar. Y esta diferencia, de haberla, es determinante. Ya que, en el primer caso, estaríamos hablando –ahora sí- de ficción sexual, por cuanto el sexo no resulta mercantilizado, sino solo la apariencia de él; mientras que, en el supuesto del porno, estaríamos en presencia de una violación, en la medida en que el propio uso sexual por un tercero se estaría consintiendo, no en reacción a una pulsión interna, sino en respuesta a un estímulo económico que siempre en el caso de las mujeres viene a contrarrestar nuestra posición de desigualdad estructural. De modo que la única escena de sexo admisible en el marco de una relación asalariada es la que, pese a su apariencia de verdad, no compromete la libertad sexual, esto es, la escena efectivamente ficticia: la mera teatralización del sexo. Ahora bien, al margen de una relación laboral o mercantil, la reproducción audiovisual del sexo podría realizarse, fácilmente, a solicitud de las partes interesadas y siempre en forma de liberalidad. Pues no se trata aquí de prohibir el legítimo ejercicio de la libertad sexual de nadie, sino, al contrario, de garantizar tal derecho humano a toda la población y, en especial, a las mujeres, para lo que se torna imprescindible abolir la pornografía mediante el desmantelamiento de la industria de la explotación sexual.

 

  1. ¿Es posible destruir el patriarcado si mantenemos la pornografía?

Entender que la prostitución es una de las instituciones que fundan el patriarcado es entender por qué mientras exista una institución que legitime y erotice la violencia sexual contra las mujeres, todas las mujeres corremos el riesgo de ser pornificadas, esto es, sexualizadas, objetualizadas y distribuidas para consumo masculino. Lo cual puede implicar desde el debate público en un foro de internet sobre las pretensiones sexuales que les sugiera a un grupo de varones una foto nuestra en bañador, sustraída de nuestra cuenta de Instagram o de Facebook o la divulgación por redes sociales de un vídeo que comprometa nuestra intimidad sexual, a la publicación en una plataforma pornográfica de los abusos sexuales que sufriéramos en la infancia y el acoso sexual que recibiéramos en el trabajo o la viralización de la violación múltiple de que fuéramos víctimas. Y ello porque la pornografía lanza un mensaje contundente: las mujeres estamos a disposición de cualquier varón para uso y abuso sexual, en cualquier parte y en todo caso. De forma que, mientras exista una institución que proponga la subordinación de las mujeres al deseo sexual masculino y garantice nuestra explotación sexual, la libertad sexual de todas las mujeres estará gravemente amenazada y continuará el goteo incesante de delitos contra ella. Lo que traduce las últimas consecuencias del impacto social de la pornografía, cuyos efectos se retrotraen, sin embargo, a la configuración misma de la sociedad patriarcal en la medida en que enseña eso que hemos venido en llamar género, es decir, la construcción política de la diferencia sexual como la diferencia entre libertad y sujeción.

 

  1. En definitiva: ¿Qué papel juega el porno en el feminismo? ¿Pueden ir de la mano?

La relación que ha unido y une al feminismo con la pornografía es antagónica de todo punto, dado que parten de conceptualizaciones contrarias acerca de lo que es el sexo y proponen un modelo de sociedad radicalmente opuesto. Así mientras el porno conceptualiza el sexo como violencia explícita o implícita contra las mujeres y propone y perpetúa un modelo de sociedad basado en la desigualdad sexual, económica y racial –no por casualidad las mujeres que se encuentran en situación de prostitución son empobrecidas y opresivamente racializadas-; el feminismo, sin embargo, conceptualiza el sexo como una relación libre entre personas que se desean y apuesta por un modelo de sociedad igualitario, donde no existan clases sexuales, económicas ni raciales que impidan el efectivo ejercicio de la libertad y donde, por tanto, se hayan abolido las estructuras que apuntalan los tres sistemas de dominación que han sostenido hasta el momento la civilización: género, clase y raza. Con todo, la pornografía está en guerra contra las mujeres y nuestra única arma para defendernos es el feminismo.

 

 

 

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